15.12.09
Artículo sobre "Raza Chilena" de Nicolás Palacios
Versión completa de "Raza Chilena: entre la nación y el sexo" de Felipe Becerra Calderón, publicado en Revista Grifo Nº17, diciembre-2009, Aquí.
4.10.09
Siempre en llamas
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Esta es la nota a pie de página de una “Carta a Jorge Cáceres a 60 años de su muerte y 24 de mi nacimiento”:
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“Esta carta fue leída la noche del 21 de septiembre de 2009 en el sitio eriazo que ahora es lo que algún día fuera el domicilio en donde el 21 de septiembre de 1949, 60 exactos años antes, murió en la tina de baño del departamento H del cuarto piso de un edificio -hoy demolido- ubicado en calle Lira 314, Santiago Centro, con 26 años de edad, el poeta chileno, bailarín del Ballet Nacional, pintor y creador de collages Jorge Cáceres. La lectura de este y otros textos formó parte de Siempre en llamas, intervención de ese mismo erial registrada en video y fotografías. En ella participaron Felipe Becerra Calderón, Ignacio Elizalde, Agustín Hidalgo y Maori Pérez”.
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Digamos, por ahora, que la carta (4 folios) y el video (7’04’’), en el que aparecemos semidesnudos a la luz de una fotografía que se incendia, a la vez cantando y gritando en bailes las cartas y conjuros escritos para la intervención, forman parte ya de la caja de cartón en la que almaceno las aún-no-obras que, como quien se enorgullece de las cicatrices hipertróficas -queloides- que recubren su cuerpo, me precio de haber generado, sea en cuanto potrillo de manada o la manada misma.
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Cabe sugerir que se confronte a Siempre en llamas, otra intervención que realizamos junto a Maori Pérez el 15 de julio de 2004, motivada por el primer aniversario de la muerte de otro escritor chileno, de la cual también existe registro fotográfico.
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Pronto, en este domicilio -no el de Cáceres: reino de ruinas- se proyectará, sobre un mantel blanco algo apolillado por el tiempo, el video en cuestión. En el evento se repartirá a la concurrencia los ejemplares que incluyen todos los escritos leídos en Siempre en llamas, los cuales, por cierto, constituyen la primera publicación de nuestra, aunque cada vez más cercana al feto, aún embrionaria editorial. Los dejo aquí en buenas manos: dos o tres fotografías, otros tantos fotogramas (del video, claro).
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Saludos, terrícolas
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Phelipe, rex puer
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13.8.09
En Punta Arenas
31.7.09
Sobre Labia Larvaria de Jorge Cid
Labia Larvaria: sintaxis bastarda, cuerpo extramuros
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Por Felipe Becerra Calderón
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Labia Larvaria. Jorge Cid. Concepción: Editorial Universidad de Concepción, 2009. 71 pp.
Severo Sarduy
Tal vez Jorge Cid escriba también sobre la cresta de las palabras. O tal vez no. Tal vez, de ese oleaje lo que asuma es lo que ritma su resaca. En ese vaivén orillero, sobre aquella ribera retobada de alba espuma que se esfuma sin demora y deja, nuevamente, abierta al sol la arena húmeda, quizás sea ahí, divago, en costa en vez de cresta, donde sus poemas hallen a la vez que un pulso una pulsión. Es el ritmo: “la ironía de las olas” (26).
Como si tras los escarceos del oleaje, a cada envite de racha se arrechara máscaras, antifaz inédito, la escritura de Labia Larvaria devanea en proliferaciones que abren aguas al deseo. Se enviste (y se desviste) en un proceso que la hace devenir-mujer molecular, devenir-homosexual, devenir-niño que huye deseoso de su padre, devenir-puta, de preferencia en forma de María de Magdala, e inclusive asume su aúllo un devenir-imperceptible. “Piara gozosa de gemidos” (22), enjambrado cúmulo de boches, la deriva de esta labia, cada finta en recoveco de cochambre, cada cachirulo suyo da voz nueva a la arrasada raza de bastardos, desviados, violados, guachos, enfermos: todo angelito empantanado, lacerados cuerpos de exterminio.
Antes que costa o cresta, costra: pústula corrupta. Letra aureolada sobre el chancro, culebreando entre recodos hoscos de hospital y clínica, la larvaria labia acusa lo que adentro ojeó: mecanismos de un saber sexual que busca suturar palabra al cuerpo, diagnosticar a cierta piel salud, cierto deseo al que gradillas de la norma ciñen: masculinidad como pacto que produce y traza la frontera alrededor de lo “normal”, ficciones normativas que inscriben en los cuerpos el heterosexual como deseo unívoco, natural, indudable. Sabia labia que sabe, denuncia lo que aquel deslinde hace brotar: el “cuerpo extramuros” (50), homosexual o “loquita de la calles solas” (24), exiliados del binomio de los sexos totales, desclasificados como enfermos, deformes, como “anormales” por tecnologías de poder. Cito: “Siempre tendrán una lengua con la cual emparentarnos/ una nueva enfermedad-lugar/ donde relegar nuestro deseo” (42).
Como en la persecución castrista, lo que con su “verso amputado” (42), “labriego léxico de las ratas” (23), impugnan los poemas de Jorge Cid es la borradura de los márgenes, cuya institucionalización en Cuba alguna vez se bautizó Operación Tres P: pederastas, prostitutas, proxenetas. Basta leer el poema “Tres figuras en la diáspora” (16-18) para sospechar que hay en su escritura una deformación de la familia, aun en la versión de estructura familiar que distingue Sonia Montecino, en la que aparecen no el padre ausente, la madre y el huacho, sino la comadrona, el chulo y el curandero como agentes de la transacción sexual de un cuerpo de niño violado. Hay algo además en esta escritura que recuerda al Obsceno pájaro de la noche: si en la novela donosiana este peligro lo representaba el nacimiento de Boy, aquí es el cuerpo homosexual el que se hace repulsivo en cuanto cuerpo terminal, esto es, cuerpo que implica, por improductivo, la clausura inmediata de la genealogía familiar, corrupción de los linajes, definitivo cese de la herencia “natural”. Tal vez por esto proliferen en Labia Larvaria las escenas de partos infectos, “ese origen repugnante” (29), violaciones, mortinatos, cadáveres, el sida como enfermedad terminal: “La tradición debe caerse de seca/ y tú irte con los caminos” (64).
Es por esta malvenida chusma de cuerpos contra natura que gorjea la labia una lengua menor (Deleuze-Guattari), lengua guarra (Jorge Cid), línea de fuga que desmocha el arbóreo familiar y abre en él desvíos imprevistos. A fuerza de arcaísmo, voz en desuso, hablas marginal o bíblica, lo que Larvaria labra no es una lengua inédita, sino la retorsión, trastoque y retrueque de una que es mayor, la lengua castellana. Crea una sintaxis bastarda, por un pueblo que falta escribe, pueblo que en cuanto tal no existe aún: población larvaria, rosario de larvas descastadas.
Quisiera relevar por último un rasgo de esta verba recia: si bien menor, la lengua guarra actúa, gesticula, su afectación y su teatralidad son melindres de estrategias de performance. De esta “labia travestida” (59) lo labioso se arrellana en la conciencia de que el poder de normalización no es descriptivo, sino performativo, es decir, produce, limita, naturaliza el caso hegemónico y reniega una posible alteración. Es precisamente esto lo que aquello tan afectado de su enunciación, lo que aquella verbosidad persuasiva que hace del habla una labia, “anfitrion[a] de una apariencia” (38), revierte como estrategia y política de resistencia: “construir fachadas/ desarrollar máscaras” (69), el gesto hiperbólico (Butler), su teatralidad, pone en evidencia la homofobia; la exhibición hiperbólica de su dolor, de su rechazo, socava la renuencia y la ceguera epistémica que relegan y proscriben cuerpos “anormales” a extramuros. La exageración, aquel desbocado melindre como política de la pose (Molloy), funciona entonces como estrategia de provocación que obliga, aun de reojo en algún cruce callejero, la mirada del otro, atención que fuerza una lectura, conmina discursos y tal vez, en noche fortunata, el temblequeo de pasiones en pasaje, soterrado titubeo que doblega, a oscuras, reciedumbres de un deseo agarrotado ya, rígido, reyuno, abroquelado contra arranques del acaso, embozado contra fugas, contra arrojo aherrojado.
Con Labia Larvaria, Jorge Cid destrenza una verba que huye deseosa de la madre poesía lárica y de toda tradición surgida en el redil rural de la comarca: abre así una posibilidad nueva de poesía en la provincia (¿como cuarta P, tal vez?). Desde el villorrio, la labia histriónica asume el rumbo farragoso del deseo, entre matón y matorrales muta, en lo guarro de su habla disemina un devenir-cuerpo de extramuros. Por los bordes del convento sexual, su devenir fabula bodas aberrantes con el apestado, que herrumbran, roen la axiomática de conexiones entre cuerpos. Como de esperma un reguero moteado -semas de semen-, sobre la página negra una sintaxis contagiosa nos registra esa revuelta: Jorge Cid - Juerga Sed - jOrgía Cida.
23 de julio de 2009
16.7.09
El arte de escribir contratapas
1.7.09
Entrevista a Maori Pérez
http://www.paniko.cl/index.php/2009/06/maori-perez-âla-actual-literatura-chilena-es-una-gran-pesadillaâ/
16.6.09
Respuesta a las estrellas de David
“Arbitrariedad de las enunciaciones, despotismo del nombre” (ay, ¡Rosa Luxemburgo!): la estrategia astrológica de instalación en el éter de la poesía chilena no me interesa. Mi cartografía de alianzas incluye escrituras que no son chilenas, que no son narradas ni son poemadas. Esa pomada de ser un poeta o ser narrador yo no me la compro. Menos de ser definido –clausurado- como chileno. Siento un afecto especial no más que por dos o tres pelagatos –amén del fulano: quien habla, la voz de mi cuerpo a pesar de mi nombre- nombrados en ristra de astros. Sus escrituras (del par) pelafustanas las hallo a ratos cercana a la mía: aquella larvaria y la magnificente. Pero ¿a qué nombrar?, ¿a qué, como en reclutamiento milico, la lista? A los demás, señor, con todo respeto: ni en pintura.
Pienso en aquellos que han sido borrados del sky: un dream team desastroso que sí chapotea (y no chapoeta) en el fango social de la historia, y que sí la interviene y la invade, que sí le tajea la dermis dejando caer la lluvia de pus que se hallaba escondida. No caeré en el juego, ese ludo en el lujo alejado del lodo (¿un luto?), de oponer a los nombres nombrados más nombres.
La bobería de decir “nuevísima” o “novísima” cae del cielo por su propio peso: todo es nuevo. Habría que hallar pabellones tantito más intuitivos, perder países, perder territorios por una cochambre que hable a su modo y que huela a la fiesta de sangre de Arguedas: yawar fiesta, justo calada entre quechua y castilla (uno entre tantos). A lo terrenal del descenso me entrego, al des-astre, aun a sabiendas de que así me destierro del cielo estrellado, aun a sabiendas que real resistencia se halla fugado del nombre, casilla o lista que se abroquele debajo de epígrafes que anhelan un Pater. Antes que tajo o “tatuaje”, yo sigo el atajo que busca la fuga: deseoso es aquel que huye de su Papi (o Mami). Ah, que tú escapes… Después de todo:
¡La caca de huérfano hiede más!
8.6.09
Aparición en La Tercera
6.5.09
Sobre "Creatur" de Gustavo Barrera Calderón
Taller de Letras 45 (2009): 209-212.
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Más allá de los epígrafes, hay en la obra de Gustavo Barrera Calderón (1975) un juego intertextual con otros discursos en el que se remueve activamente, como desmonte y variación, alguna pieza de lenguaje. Por ejemplo, en Adornos en el espacio vacío (Santiago: El Mercurio-Aguilar, 2002) un par de frases de “La imaginación pornográfica” de Susan Sontag eran desmanteladas y reorganizadas hasta hilvanar un pulso que les daba nuevas e intensivas significaciones. Creatur, en cambio, convoca interferencias de otro tipo. Su fuga hacia la casa de vidrio se halla, de algún modo, rozada, jaspeada, quizá entre otros, por un ensayo de Beatriz Preciado acerca del mismo edificio [1]. Lejos de ser imprescindible, la consideración de este texto adquiere, para mí, el valor que una simple cucharada de perejil picado tiene en la preparación de una buena tortilla de zanahoria, es decir, el valor de un ingrediente que en algún grado sazona e intensifica el placer de la lectura. Precisamente, con la belleza de estas palabras se abría Adornos: “Todos los ingredientes se mezclarán esta noche” (17). .
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“Aparece un pequeño espacio en el armario” (11), en el caso de Creatur. Desde su obertura, en efecto, para poner en funcionamiento la “retórica del coming out”, de ocultamiento y exhibición, el armario se conjuga con la casa: “La casa era tan pequeña que la llaman armario” (42). Próxima ya a las últimas páginas del libro, una nota sintetiza las razones y consecuencias del desacuerdo y litigio entre Edith Farnsworth, mujer soltera e independiente, y el arquitecto alemán Mies Van der Rohe, surgidos a raíz de la construcción al sur de Chicago, en 1951, de la casa Farnsworth, la primera casa completamente vidriada de la historia y ejemplo paradigmático del minimalista Estilo Internacional. Basando sus argumentos en la falta de privacidad que otorgaban las paredes vidriadas de la vivienda, Edith entabló un juicio contra el famoso arquitecto. En la nota, Gustavo Barrera plantea las aporías de las que se hace cargo el ensayo de Beatriz Preciado, relacionadas con la cobertura mediática que durante el conflicto rodeó de rumores de homosexualidad tanto a Farnsworth como a Van der Rohe. La nota señala: “En palabras de prestigiados estudiosos del género, la casa sería una analogía del armario, donde ambos personajes homosexuales permanecerían ocultos” (89). Y concluye: “Pero surge una contradicción o más bien un misterio: ¿Por qué ocultarse en un armario transparente? ¿Se debe esto a un deseo contradictorio de ocultarse y a la vez evidenciar el escondite o se debe más bien a una mala concepción o “Mi(e)s conception”? ¿Es un gesto perverso o accidental? Sin duda una gran confusión persiste desde la construcción de la casa” (89, énfasis mío). .
Pareciera que el itinerario de Gustavo Barrera contemplara cada vez y dejara desprender de su escritura un trabajo que desgrana construcciones simbólicas en torno al espacio. Si bien no hurgaré en este campo, quisiera de paso insinuar el complejo tejido que entre ciudad y género urde Creatur. En efecto, aquí el pesaje de un espacio urbano que actúa siempre como productor y condicionador de las identidades genéricas se asume como deconstrucción de su estructura. Con todo, sospecho que esta nueva publicación de Gustavo Barrera se sirve de una economía de la mirada que relaciona cuerpos y espacios de acuerdo a leyes político-visuales, no tanto para exponer los procesos de construcción de identidad genérica sobre el umbral privado-público, antes bien para instalar un misterio o una confusión en la relación del sujeto con el espacio urbano y social posmoderno.
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Si de acuerdo al texto aludido de Susan Sontag “la pornografía es un teatro de tipos, nunca de individuos”, cabría sugerir que algo de pornografía tiñe a Creatur. La casa, y todo interior en este libro, se presenta como escenario activo entre la relación de los tipos Hombre y Mujer (y la confusión genérica entre ambos). Ahora bien, este Hombre y esta Mujer no son propiamente convencionalismos estereotipados en materia de personajes, sino subjetividades que en su descalce y discontinuidad dialógica parodian la normativa del contrato matrimonial, la célula familiar y, así, a fin de cuentas, toda la vida privada en el espacio doméstico. Si seguimos otra definición de pornografía, esta vez, como dispositivo de publicación de lo privado (Testo yonqui, Preciado), la casa Farnsworth no podría sino comprenderse como una obra de arquitectura pornográfica. En realidad no pretendo deshilar aquí lo que la obra de Gustavo Barrera absorbe o no de la imaginación pornográfica. Me interesa nada más relevar que en Creatur, como hemos adelantado, el intercambio entre Hombre, Mujer, Andrea, Elella, Pavo real y demás figuras, es exhibida a través de la transparencia de las paredes vidriadas de la casa-armario. Paradójicamente, como el texto mismo indica, “[e]n la economía interior del armario/ la mancha opera como un secreto abierto” (16, énfasis mío). Es decir, el teatro “privado” que se despliega al interior de la casa-armario busca un refugio “de las miradas indiscretas y del peligro” (42) precisamente en el espacio en el que de manera inevitable siempre será visible, expuesto, público (o publicado).
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Como ejemplo paradigmático del Estilo Internacional, la casa Farnsworth expresa a la perfección el lema de Mies: “menos es más”. La vivienda se inscribe en aquella arquitectura que utiliza los materiales inalterables (hormigón, vidrio, acero) e insiste en la pura superficie vacua como negación del paso del tiempo y de toda memoria del pasado. Un estilo que parece ocupar un espacio-tiempo virtual, sin cambio ni decadencia, sin pasado ni historia, lo que genera una impresión de ficticia permanencia (The gendered city, William James). En consonancia, dentro de la casa-armario el Hombre y
En este sentido, la situación del Hombre y
13.4.09
Sobre "Seducción de los venenos" de Roxana Miranda Rupailaf
Apuntes para una lectura de Seducción de los venenos
de Roxana Miranda Rupailaf
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Felipe Becerra Calderón
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Eclesiástico 25, 15-24
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En efecto, estos “ciertos relámpagos” de los que habla Roxana jaspean de bilingüismo su textura, no sólo en cuanto la edición de Seducción de los venenos (Santiago de Chile: LOM, 2009) incorpora la correspondiente versión mapudungun de cada poema, sino más bien porque tal vez ya en el brote de su escritura haya un cohabitar de lenguajes que se confunden. En otras palabras, lo que insinúo es que quizá el bilingüismo de este libro actúe desde un principio como fenómeno cultural antes que como la realización material de su traducción. De este modo, la simbólica figura en la que confluirían tradiciones recaería, acaso, en la serpiente.
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-Casanova, Edualdo y Mª. Ángeles Larumbe. La serpiente vencida. Sobre los orígenes de la misoginia en lo sobrenatural. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2005.
-Foerster, Rolf. Introducción a la religiosidad mapuche. Santiago de Chile: Universitaria, 1995.
-González, Ernesto. “Roxana Miranda Rupailaf”. http://www.letras.s5.com/egb220907.htm
-Huirimilla, Pablo. “Erotismo en la poesía de Lorenzo Aillapán Cayuqueo y Roxana Miranda Rupailaf”. http://www.letras.s5.com/ph250505.htm
-Kalfío, Margarita. “Mujeres indígenas, desde los saberes, las rabias y los derechos”. Mujeres chilenas. Fragmentos de una historia. Comp. Sonia Montecino. Santiago de Chile: Catalonia, 2008. 443-449
12.2.09
Sobre "grasa", libro de Rodrigo Gómez
Música, si no sacra, grasa o sangra
Presentación de grasa (Santiago: autoedición, 2009) de Rodrigo Gómez
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Si en un contexto racionalista el barroco es siempre desterrado a las antípodas del “buen gusto”, grasa, desde su rótulo atorrante, hunde hasta el pringue de su ombligo la barriga en los barriales del barroco. Ocioso sería, quizá también cómplice, enumerar las fintas con que fragua su fervor proliferante. Cabría, entonces, barruntar los recovecos, revocar algún recodo, insinuar, con el rabillo y en el turbio lodazal de su terreno, alguna muesca nada más que de reojo previsible.
Lo primero que reluce para mí es una rumba. De oídas, en efecto, resuella en este libro, cuando menos en la boca de Rodrigo, un arreo que rebosa en su compás una matraca repitente. Y en el rebose de su ritmo, lo que en grasa prima es el arrimo de un percutir ternario: dos tiempos átonos para uno tónico. Cito al azar: “moviéndose fuertes al viento contando monedas durmiendo_en un fresco jardín de mil hojas”. Lejos estamos de anhelar una métrica fósil. No obstante, señalo la maña (o ñame), pues sugiere a mi oído, al leer como al oír, rapideces que rezagan el sentido. El lector/auditor se halla en grasa siempre a la siga de esa rítmica premura y, en este acecho, en esta acelerada procesión, hay necesariamente un algo que se atrasa y que se pierde: un remanente que es, de la lengua, su límite más prudente y plagiario.
De este modo (o motto), la lectura es intervenida, desgranada por una pérdida constante, una deflación o fading (Barthes). Aquel encaprichado tonillo, en efecto, hurta a las palabras su significado y lo acumula en sustratos soterrados, hipodérmicos, rezumando en superficie nada más que “cancionetas” asignificantes, esa “música turbia”, “caudales de léxico feo” y “procaz catarato”, que hacen de su orquesta descollante un circuito de repliegues intensivos. El brío torrencial de este chorreo, así, extrae del lenguaje su vertiente despojada de sentido, hace vibrar secuencias y abre la palabra hacia intensidades inauditas.
Pues bien, en detrimento de significado en ristra, el detrito, esta grasa, significa de otro modo: su nivel es del temblor, del miedo, de la zozobra y del arrobo. Si no contrito, rozaga en cambio un desparramo. Y así, la figurilla de estos resbalones, el adrede que hilvana este rumbeo de rumbos ya carente, no es sino la mata, el matorral: “Pero mira sólo hay matas torrenciales populares de la música de grasa”. La mata, la maleza, la maraña, en su musical avidez, arrasa, forra, retoba farragosa toda la campiña que se abre, en grasa, por la facha extensa de los cuerpos. Es la urgencia de esta hambre desbordante la que, diríamos, abre paso al cuerpo, la que lo evidencia en condiciones de su erial y de su areal. Cito: “Sólo hay matas porquerías pasta blanca de orificios medulares comisura rajatripas sangre-barro revoltijo gorgoteo resinero de mucosa y vaselina […] órganos vitales ligamentos capsulitas corazones que se notan trajinados hígados y nylon latas y riñones tubos como tráqueas taconeadas por el humo de la hoja y la ceniza de voraces quemazones de la mata”. En efecto, si hay algo de lo que me convence grasa, es esto: que su sonsonete de rastrojo, aquel despliegue apresurado de su arenga, constituye la intentona acezante de sacar a luz la voz de un cuerpo, de hacer surgir su tono, la modulación de sus rupturas, discreciones, discontinuidades, inconsecuencias, dentro del discurso mismo, pero fuera de las venas del sentido. Es decir, en términos, por cierto, de Jean-Luc Nancy, grasa en su ritmoso derramar que se abandona al sinsentido, en su “misma agua discursiva”, diría Lezama, da lugar al cuerpo, lo reconoce al extrañarlo, esto es, lo expone hasta volverlo ajeno a toda significación que lo aprese: excribe el cuerpo, lo inscribe fuera.
“guturalias consonantes jergas como fulgores”. No hay versos en su chorro, antes, su fárrago reversa lo cutáneo, lo revela, y así, devuelve o excreta su interior: “dos aguas se recoge y hace arcadas con espasmos lo que intenta es rechazarlas devolver los pelotones de la savia coagulada”. Este timbre, esta voz que al lenguaje extrae tonalidades asignificantes, expone así materia viva a la que urge ya forma ninguna. Liberada en cuanto exenta de sentido, hay aquí entonces una libertad de la materia, es decir, “un ‘hablar’-cuerpo que no se organiza” (Nancy, Corpus), y que de este modo atiborra de placeres su textura. Ocurre en la materia viva de este texto un discurso del cuerpo, un momento en el que el cuerpo sigue ya el discurrir su propio pensamiento, que es, de acuerdo a Barthes, el momento en que los textos se rellenan de placer.
Convoca grasa en este lance un cuerpo que se excreta. Como palabra, “grasa” es aquella secreción del tejido conjuntivo, esto es, un cierto exceso, un desborde corporal, y a fin de cuentas, excreción pura. Al tejido, entonces, al texto mismo lo conjuga un arrojo de rebalse, un empuje supurante de forjar algún despojo, brío que con intensidad se palpa en la lectura: es, insisto, la porfía de un irse a pérdida en la acechanza de su chorreo el que rezuma el placer de la lectura misma. “Juego, pérdida, desperdicio y placer, es decir, erotismo”, señala Sarduy. Y ahora sí, me temo, ya pisamos barrizales del barroco. grasa, en su repique reitera un “no he llegado”, inclusive un “no he podido ni siquiera imaginar asesinarte”, que refleja nódulos de “puro deseo”, el envite de racha deseante que no logra alcanzar su objeto. No por eso, sin embargo, hay achaque. En grasa el erotismo se propone lúdico, parodia de función reproductora, transgresión de lo útil: tal como sucede el desperdicio del mensaje, rozaga su erotismo un juego que derrocha nada más que en busca de placer (Sarduy).
Me ha interesado relevar esta puesta en escena de grasa, del cuerpo desnudo en toda su arealidad, que no esconde las cicatrices, irregularidades, tedios ni excreciones que lo conforman, y que deambula, “cuneteando la trinchera”, por espacios de ese otro cuerpo citadino: “zapadores con independencia”, “esquina monasterio”, “rayados y vestigio de cuneta y murallones”. Si es posible sacudir un poco más la palabra, podríamos decir que hay en el libro un perderse en la ciudad, o entre sus ruinas, un arrojo al extravío por sus calles en que el cuerpo mismo pierde el hilo y, de este modo, traza, con materia residual, el recorrido irreductible de su errancia.
A riesgo de caer en desmesuras, me permito una digresión: hay en el merodeo corporal de grasa, algo que huele al De Rokha de Escritura de Raimundo Contreras. Más allá de su apariencia semejante, que prescinde puntuaciones quizá en busca de premura, y que desperdiga su vagancia por fragmentos inconclusos, creo ver en ambos textos un habla que convoca voces postergadas, un cierto errar exuberante, sea en lo rural o citadino, colindante con grotesca exhibición que no reprime áreas del paisaje ni recodos capilares. Una cosa me parece más segura: ambos, puro áspero zumbido, se propagan como enjambres de ficción.
Por último, ya en plena desmesura, quisiera confesar que a mí, en grasa, me gusta oír un eco de sacra y, por consiguiente, de sacrificio, lo que se confunde con los cacareos anteriores: la grasa, aquel excedente, se sacrifica como potlatch, y así, adquiere su mayor valor en cuanto más derrocha, en cuanto más zozobra. La escena final del libro es expresiva. En ella se observa el desmoronamiento de una casa: “canté a carcajadas la casa que iba cayendo”, se nos dice. Hay en grasa, pues, una rumba en el derrumbe. Lo que radicaliza su belleza y su política es justamente eso: el atestiguar una catástrofe ruidosa a otros ojos invisible, y hacer del cuerpo, a la vez que un testigo, la voz misma narradora del derrumbe: “canté de siluetas y piedras tratando de darle con ellas presencia interior a mis ruinas”. grasa es, finalmente, en tiempos en que el cuerpo ha perdido ya del todo su lugar, la radical posibilidad de carcajear como un sacudimiento iluminado de ese cuerpo ante la ruina irrefrenable de la piedra y de la carne. El fervor de su escritura ya no sólo acaba chapoteando en el lodo del estuario, antes bien, hunde su arrebato entre espesores de los barros y los barrios de la piel: lo craso, digamos, lo grasoso.
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Santiago, 29 de enero de 2009
Sobre una performance de Paula Ilabaca
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