
Versión completa de "Raza Chilena: entre la nación y el sexo" de Felipe Becerra Calderón, publicado en Revista Grifo Nº17, diciembre-2009, Aquí.
Ficción y Frote

. Esta es la nota a pie de página de una “Carta a Jorge Cáceres a 60 años de su muerte y 24 de mi nacimiento”:
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“Esta carta fue leída la noche del 21 de septiembre de 2009 en el sitio eriazo que ahora es lo que algún día fuera el domicilio en donde el 21 de septiembre de 1949, 60 exactos años antes, murió en la tina de baño del departamento H del cuarto piso de un edificio -hoy demolido- ubicado en calle Lira 314, Santiago Centro, con 26 años de edad, el poeta chileno, bailarín del Ballet Nacional, pintor y creador de collages Jorge Cáceres. La lectura de este y otros textos formó parte de Siempre en llamas, intervención de ese mismo erial registrada en video y fotografías. En ella participaron Felipe Becerra Calderón, Ignacio Elizalde, Agustín Hidalgo y Maori Pérez”.
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Digamos, por ahora, que la carta (4 folios) y el video (7’04’’), en el que aparecemos semidesnudos a la luz de una fotografía que se incendia, a la vez cantando y gritando en bailes las cartas y conjuros escritos para la intervención, forman parte ya de la caja de cartón en la que almaceno las aún-no-obras que, como quien se enorgullece de las cicatrices hipertróficas -queloides- que recubren su cuerpo, me precio de haber generado, sea en cuanto potrillo de manada o la manada misma.
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Cabe sugerir que se confronte a Siempre en llamas, otra intervención que realizamos junto a Maori Pérez el 15 de julio de 2004, motivada por el primer aniversario de la muerte de otro escritor chileno, de la cual también existe registro fotográfico.
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Pronto, en este domicilio -no el de Cáceres: reino de ruinas- se proyectará, sobre un mantel blanco algo apolillado por el tiempo, el video en cuestión. En el evento se repartirá a la concurrencia los ejemplares que incluyen todos los escritos leídos en Siempre en llamas, los cuales, por cierto, constituyen la primera publicación de nuestra, aunque cada vez más cercana al feto, aún embrionaria editorial. Los dejo aquí en buenas manos: dos o tres fotografías, otros tantos fotogramas (del video, claro).
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Saludos, terrícolas
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Phelipe, rex puer
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Labia Larvaria. Jorge Cid. Concepción: Editorial Universidad de Concepción, 2009. 71 pp.

Si de acuerdo al texto aludido de Susan Sontag “la pornografía es un teatro de tipos, nunca de individuos”, cabría sugerir que algo de pornografía tiñe a Creatur. La casa, y todo interior en este libro, se presenta como escenario activo entre la relación de los tipos Hombre y Mujer (y la confusión genérica entre ambos). Ahora bien, este Hombre y esta Mujer no son propiamente convencionalismos estereotipados en materia de personajes, sino subjetividades que en su descalce y discontinuidad dialógica parodian la normativa del contrato matrimonial, la célula familiar y, así, a fin de cuentas, toda la vida privada en el espacio doméstico. Si seguimos otra definición de pornografía, esta vez, como dispositivo de publicación de lo privado (Testo yonqui, Preciado), la casa Farnsworth no podría sino comprenderse como una obra de arquitectura pornográfica. En realidad no pretendo deshilar aquí lo que la obra de Gustavo Barrera absorbe o no de la imaginación pornográfica. Me interesa nada más relevar que en Creatur, como hemos adelantado, el intercambio entre Hombre, Mujer, Andrea, Elella, Pavo real y demás figuras, es exhibida a través de la transparencia de las paredes vidriadas de la casa-armario. Paradójicamente, como el texto mismo indica, “[e]n la economía interior del armario/ la mancha opera como un secreto abierto” (16, énfasis mío). Es decir, el teatro “privado” que se despliega al interior de la casa-armario busca un refugio “de las miradas indiscretas y del peligro” (42) precisamente en el espacio en el que de manera inevitable siempre será visible, expuesto, público (o publicado).
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incapacidad del cuerpo humano para orientarse en el conjunto del espacio urbano exterior. Y es en este punto donde alcanzamos a ver la ubicación de la casa Farnsworth en la ciudad de las casas. En efecto, la casa de vidrio, en cuanto disuelve los límites de público/privado, se expone a las leyes del mundo del Afuera y sus diversas transacciones, anulando en el acto la posibilidad de la casa como refugio ante la amenaza y mirada externas. Es posible entender, por esto, que el interior de la casa de vidrio en Creatur despliega un pabellón de continuidad con el espacio público urbano, asimilando así la lógica del capitalismo avanzado que, como en Santiago, progresivamente lo privatiza, lo satura de los signos de mercado que borran de su fisonomía las marcas históricas que lo dotaban de identidad y que, por tanto, permitían al sujeto individual y colectivo autoubicarse en la ciudad tanto a escala social como espacial. Sugiero así que la contradicción, confusión o misterio de los que hablaba la nota corresponden justamente a la instalación de una ironía en la sintaxis urbana: aquel refugio donde uno queda a la intemperie, siempre expropiado hacia la variabilidad incesante, la desorientación, la fugacidad de lo ahistórico. Al confundir aquellos límites, entonces, la casa de vidrio en Creatur tal vez simbolice la pérdida de la casa en tanto refugio y, por esto, el desalojo ante una ciudad que se niega a entregarnos las huellas necesarias para trazar nuestra historia tanto individual como colectiva.
Sabemos que, a grandes rasgos, en el relato mítico de origen del pueblo mapuche los hijos rebeldes de la Luna y el Sol, luego de ser muertos por éste, son resucitados en forma de serpiente, Kai Kai Filú, ama de los lagos y los mares. “Esta serpiente maligna que odia a sus padres y a la humanidad es la que provoca la agitación de las aguas, con sus golpes levanta las montañas en que se refugian los hombres” (Foerster 163). Kai Kai Filú es la fuerza maléfica, entonces, representada en forma de serpiente monstruosa y que al agitar sus aguas disipa las costumbres del pueblo mapuche. Sabemos, por otro lado, que en el Génesis el relato mítico de origen incorpora a su vez una serpiente, encarnación animal del Diablo, y que Eva por caer en tentación acarreó con su falta la muerte y el pecado. Desde entonces, en la cultura occidental la figura de la serpiente se nos presenta asociada a la mujer, simbolizando el origen del Mal. De acuerdo a Casanova y Larumbe, es por esta simbolización que “la serpiente debe ser dominada en el mundo de lo sobrenatural y la mujer dominada y vigilada por el varón. Este arquetipo cultural, esta representación social ha impregnado de misoginia sagrada y material el pensamiento occidental durante siglos, convirtiendo a la mujer en instrumento eficaz del Diablo” (29-30).
grasa, desde su rótulo atorrante, hunde hasta el pringue de su ombligo la barriga en los barriales del barroco. Ocioso sería, quizá también cómplice, enumerar las fintas con que fragua su fervor proliferante. Cabría, entonces, barruntar los recovecos, revocar algún recodo, insinuar, con el rabillo y en el turbio lodazal de su terreno, alguna muesca nada más que de reojo previsible.
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Por otro lado, el corte de Ilabaca implica la realización de un découpage autónomo. El cuerpo femenino en el espacio público es contemplado por la mirada masculina como un “espacio articulado que, como tal, puede descomponerse en sus distintos elementos parciales, para luego recombinarlos a voluntad con completa independencia de los sujetos personales que los soportan o manifiestan” (Gil Calvo 28), con el fin de que así, como unidad sexual separada del resto, cada región corporal adquiera todo el potencial valor erótico ante el ojo voyeur masculino. De este modo, como señala Gil Calvo, estos son “cortes que, al valorar eróticamente las partículas unitarias así recortadas, expropian a la persona portadora de su posesión corporal” (Gil Calvo 28). Si esto es así, en Estado de sitio la tonsura acusa y subvierte la mirada masculina que, tal como el lente en la pornografía, ejecuta sexualizantes cortes sobre el cuerpo femenino, en cuanto es éste mismo cuerpo abyecto el que en la publicidad de la Biblioteca toma las tijeras y realiza el corte sobre su propio límite.