12.2.09

Sobre "grasa", libro de Rodrigo Gómez

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Música, si no sacra, grasa o sangra
Presentación de grasa (Santiago: autoedición, 2009) de Rodrigo Gómez
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por Felipe Becerra Calderón
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Si en un contexto racionalista el barroco es siempre desterrado a las antípodas del “buen gusto”, grasa, desde su rótulo atorrante, hunde hasta el pringue de su ombligo la barriga en los barriales del barroco. Ocioso sería, quizá también cómplice, enumerar las fintas con que fragua su fervor proliferante. Cabría, entonces, barruntar los recovecos, revocar algún recodo, insinuar, con el rabillo y en el turbio lodazal de su terreno, alguna muesca nada más que de reojo previsible.
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Lo primero que reluce para mí es una rumba. De oídas, en efecto, resuella en este libro, cuando menos en la boca de Rodrigo, un arreo que rebosa en su compás una matraca repitente. Y en el rebose de su ritmo, lo que en grasa prima es el arrimo de un percutir ternario: dos tiempos átonos para uno tónico. Cito al azar: “moviéndose fuertes al viento contando monedas durmiendo_en un fresco jardín de mil hojas”. Lejos estamos de anhelar una métrica fósil. No obstante, señalo la maña (o ñame), pues sugiere a mi oído, al leer como al oír, rapideces que rezagan el sentido. El lector/auditor se halla en grasa siempre a la siga de esa rítmica premura y, en este acecho, en esta acelerada procesión, hay necesariamente un algo que se atrasa y que se pierde: un remanente que es, de la lengua, su límite más prudente y plagiario.
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De este modo (o motto), la lectura es intervenida, desgranada por una pérdida constante, una deflación o fading (Barthes). Aquel encaprichado tonillo, en efecto, hurta a las palabras su significado y lo acumula en sustratos soterrados, hipodérmicos, rezumando en superficie nada más que “cancionetas” asignificantes, esa “música turbia”, “caudales de léxico feo” y “procaz catarato”, que hacen de su orquesta descollante un circuito de repliegues intensivos. El brío torrencial de este chorreo, así, extrae del lenguaje su vertiente despojada de sentido, hace vibrar secuencias y abre la palabra hacia intensidades inauditas.
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Pues bien, en detrimento de significado en ristra, el detrito, esta grasa, significa de otro modo: su nivel es del temblor, del miedo, de la zozobra y del arrobo. Si no contrito, rozaga en cambio un desparramo. Y así, la figurilla de estos resbalones, el adrede que hilvana este rumbeo de rumbos ya carente, no es sino la mata, el matorral: “Pero mira sólo hay matas torrenciales populares de la música de grasa”. La mata, la maleza, la maraña, en su musical avidez, arrasa, forra, retoba farragosa toda la campiña que se abre, en grasa, por la facha extensa de los cuerpos. Es la urgencia de esta hambre desbordante la que, diríamos, abre paso al cuerpo, la que lo evidencia en condiciones de su erial y de su areal. Cito: “Sólo hay matas porquerías pasta blanca de orificios medulares comisura rajatripas sangre-barro revoltijo gorgoteo resinero de mucosa y vaselina […] órganos vitales ligamentos capsulitas corazones que se notan trajinados hígados y nylon latas y riñones tubos como tráqueas taconeadas por el humo de la hoja y la ceniza de voraces quemazones de la mata”. En efecto, si hay algo de lo que me convence grasa, es esto: que su sonsonete de rastrojo, aquel despliegue apresurado de su arenga, constituye la intentona acezante de sacar a luz la voz de un cuerpo, de hacer surgir su tono, la modulación de sus rupturas, discreciones, discontinuidades, inconsecuencias, dentro del discurso mismo, pero fuera de las venas del sentido. Es decir, en términos, por cierto, de Jean-Luc Nancy, grasa en su ritmoso derramar que se abandona al sinsentido, en su “misma agua discursiva”, diría Lezama, da lugar al cuerpo, lo reconoce al extrañarlo, esto es, lo expone hasta volverlo ajeno a toda significación que lo aprese: excribe el cuerpo, lo inscribe fuera.
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“guturalias consonantes jergas como fulgores”. No hay versos en su chorro, antes, su fárrago reversa lo cutáneo, lo revela, y así, devuelve o excreta su interior: “dos aguas se recoge y hace arcadas con espasmos lo que intenta es rechazarlas devolver los pelotones de la savia coagulada”. Este timbre, esta voz que al lenguaje extrae tonalidades asignificantes, expone así materia viva a la que urge ya forma ninguna. Liberada en cuanto exenta de sentido, hay aquí entonces una libertad de la materia, es decir, “un ‘hablar’-cuerpo que no se organiza” (Nancy, Corpus), y que de este modo atiborra de placeres su textura. Ocurre en la materia viva de este texto un discurso del cuerpo, un momento en el que el cuerpo sigue ya el discurrir su propio pensamiento, que es, de acuerdo a Barthes, el momento en que los textos se rellenan de placer.
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Convoca grasa en este lance un cuerpo que se excreta. Como palabra, “grasa” es aquella secreción del tejido conjuntivo, esto es, un cierto exceso, un desborde corporal, y a fin de cuentas, excreción pura. Al tejido, entonces, al texto mismo lo conjuga un arrojo de rebalse, un empuje supurante de forjar algún despojo, brío que con intensidad se palpa en la lectura: es, insisto, la porfía de un irse a pérdida en la acechanza de su chorreo el que rezuma el placer de la lectura misma. “Juego, pérdida, desperdicio y placer, es decir, erotismo”, señala Sarduy. Y ahora sí, me temo, ya pisamos barrizales del barroco. grasa, en su repique reitera un “no he llegado”, inclusive un “no he podido ni siquiera imaginar asesinarte”, que refleja nódulos de “puro deseo”, el envite de racha deseante que no logra alcanzar su objeto. No por eso, sin embargo, hay achaque. En grasa el erotismo se propone lúdico, parodia de función reproductora, transgresión de lo útil: tal como sucede el desperdicio del mensaje, rozaga su erotismo un juego que derrocha nada más que en busca de placer (Sarduy).
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Me ha interesado relevar esta puesta en escena de grasa, del cuerpo desnudo en toda su arealidad, que no esconde las cicatrices, irregularidades, tedios ni excreciones que lo conforman, y que deambula, “cuneteando la trinchera”, por espacios de ese otro cuerpo citadino: “zapadores con independencia”, “esquina monasterio”, “rayados y vestigio de cuneta y murallones”. Si es posible sacudir un poco más la palabra, podríamos decir que hay en el libro un perderse en la ciudad, o entre sus ruinas, un arrojo al extravío por sus calles en que el cuerpo mismo pierde el hilo y, de este modo, traza, con materia residual, el recorrido irreductible de su errancia.
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A riesgo de caer en desmesuras, me permito una digresión: hay en el merodeo corporal de grasa, algo que huele al De Rokha de Escritura de Raimundo Contreras. Más allá de su apariencia semejante, que prescinde puntuaciones quizá en busca de premura, y que desperdiga su vagancia por fragmentos inconclusos, creo ver en ambos textos un habla que convoca voces postergadas, un cierto errar exuberante, sea en lo rural o citadino, colindante con grotesca exhibición que no reprime áreas del paisaje ni recodos capilares. Una cosa me parece más segura: ambos, puro áspero zumbido, se propagan como enjambres de ficción.
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Por último, ya en plena desmesura, quisiera confesar que a mí, en grasa, me gusta oír un eco de sacra y, por consiguiente, de sacrificio, lo que se confunde con los cacareos anteriores: la grasa, aquel excedente, se sacrifica como potlatch, y así, adquiere su mayor valor en cuanto más derrocha, en cuanto más zozobra. La escena final del libro es expresiva. En ella se observa el desmoronamiento de una casa: “canté a carcajadas la casa que iba cayendo”, se nos dice. Hay en grasa, pues, una rumba en el derrumbe. Lo que radicaliza su belleza y su política es justamente eso: el atestiguar una catástrofe ruidosa a otros ojos invisible, y hacer del cuerpo, a la vez que un testigo, la voz misma narradora del derrumbe: “canté de siluetas y piedras tratando de darle con ellas presencia interior a mis ruinas”. grasa es, finalmente, en tiempos en que el cuerpo ha perdido ya del todo su lugar, la radical posibilidad de carcajear como un sacudimiento iluminado de ese cuerpo ante la ruina irrefrenable de la piedra y de la carne. El fervor de su escritura ya no sólo acaba chapoteando en el lodo del estuario, antes bien, hunde su arrebato entre espesores de los barros y los barrios de la piel: lo craso, digamos, lo grasoso.
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Santiago, 29 de enero de 2009

Sobre una performance de Paula Ilabaca

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Estado de sitio/ estado de excepción:
a partir de una performance de Paula Ilabaca (1)
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por Felipe Becerra Calderón
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En Estado de sitio, performance literaria de Paula Ilabaca, lo performativo se despliega ya desde su título. Con él se bautiza la acción, a la vez que se instituye un espacio en que se suspende la normalización de los cuerpos: la fuerza ilocutiva del título actúa declarativamente al instaurar la excepcionalidad del escenario. Un estado de sitio, un estado de excepción, en el que se establece un umbral de indiferencia entre la situación normalizada y su reverso, entre la vigencia de la norma y un estado en que la excepción se convierte en regla. Es en ese erial intermedio, en esa declarada suspensión de la norma, donde Ilabaca ejecuta su estrategia performática de resistencia al régimen de espacialización política del género.
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Lejos de un logocentrismo en que se representara sin más el contenido, Estado de sitio constituye la realización performativa de La perla suelta, libro de la propia autora que se mantiene inédito. Es decir, su acontecimiento no se supedita a la palabra escrita, sino que mediante un texto multimedial -de códigos verbales (poesía enunciada), auditivos (música, sonidos), visuales (escenografía, video) y gestuales (danza, desplazamientos, vestimenta)- tiende ligamentos semióticos hacia la escritura de La perla suelta, que viabilizan el mutuo agenciamiento entre escritura y performance. La intervención de la escritura aparece, entonces, como un significativo filamento que se trenza con otros para componer la retícula multimedial de Estado de sitio.
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Toda norma presupone la potencial situación en que ella misma no tenga validez: su excepción, ese intersticio donde el acto normalmente sancionable ya no es factible de ser sancionado. Declarar un estado de sitio equivale, entonces, a fundar un espacio-tiempo en el que la normalidad se sustraiga para abrir paso a un continuum de excepciones. La performance de Ilabaca se inicia con la actualización de aquella excepcionalidad. Se declara el estado de sitio y es su propio cuerpo el que sincrónicamente responde a la situación instaurada: desde el inicio, ostenta la indiferenciación sexual que desmantela el restrictivo aparato de género.
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Mujer intermedia: cuerpo que en su amalgama se sustrae y suspende la regulación normativa. En efecto, es su forma intermediaria -la mujer masculina- la que rebalsa la coherencia del sistema sexo/género. Pero su desborde queda libre de sanción, pues acontece en el erial de la norma ya suspendida: todo aquí es excepción, irregularidad, como el celoso engominado de su pelo o la tosca sucesión de sus pisadas al bajar por la escalera.
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Es “allá arriba” el emplazamiento inicial. El cuerpo mixto de Ilabaca desajusta en su ironía la polaridad heterosexuada: su femineidad intermedia enrarece la lectura dialógica en cuanto impide una interacción perfectamente heterosexual entre ella y su “contraparte” masculina (Nicolás Ceroni). Si el mirar hacia arriba no es mirar un lugar ideal, sino producirlo, y si en ese lugar ideal se acuña el anhelo proyectado hacia lo por aparecer (2), al ubicarse a esa altura el diálogo intensifica su ironía. Obligándolo a mirar hacia arriba, la idealidad heterosexual proyectada por el público desencaja respecto de lo acontecido en la performance: el masculino frente a un femenino que performa otra (seudo)masculinidad.
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Lo leído, si no coincide, conspira con ese descalce. Hay en la escritura de La perla suelta un forcejeo bipolar que se reparte sobre el territorio de la cama. “En un territorio básico, en una cama, en un colchón naranjo” (3): desde la primera articulación de la voz, se intrincan domus y palabra, es decir, se traslapa sobre el espacio doméstico de la habitación y de la cama una refriega por arrogarse el poder. Así, la cama, “[r]epleta de oraciones”, trasunta el territorio básico del discurso, objeto de deseo: precisamente, “aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, El orden 12).
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“El amo y el eunuco, que son lo mismo”, regulan exhaustivamente el acontecer doméstico de la cama-discurso: racionan la sexualidad femenina a la vez que prohíben su definición autónoma. Es decir, hay una retención masculina del uso de la palabra que haría posible la definición autónoma del cuerpo y la sexualidad femenina, además de una regulación, en forma de racionamiento, de la misma práctica sexual. “Y el eunuco lo sabía y calló, con el falo encogido, como siempre”: restricción de la voz y racionamiento del sexo, ejes de la operación reguladora de poder sobre el discurso devenido colchón.
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“Con una bacteria alojada en la garganta, sin hablar, sin poder decir, sin poder: desamparada”. El despojo de su posibilidad de autodeterminarse, discursiva y prácticamente, arrastra al cuerpo femenino a una mudez somatizada como infección: su organismo se ennegrece, “con todo dentro suyo”. Confinado a una carestía del placer, el deseo errante del cuerpo desemboca en bacterias. La corrosión metaforiza, así, una patologización del cuerpo femenino que excede el régimen normativo de los límites de la legitimidad sexual. De ahí la reiteración de estigmas que funcionan como interpelación de aquella sexualidad patologizada: la perla, la suelta de cuerpo, la yegua, la rota.
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Hay, sin embargo, “trampas para él”, tretas del cuerpo débil que viabilizan una reapropiación de la apelación humillante. “Entonces se hizo léxico” equivale a “entonces se hizo [del] léxico”. El cuerpo abyecto trama una inversión significante a través y en contra de los discursos que lo repudiaron. En efecto, este cuerpo femenino “adopt[a] un nombre: la suelta. Y tiene una homóloga, que es ella misma, que es otra […]: la perla”. Adopción de los insultos que revierte su estatuto excluyente para resignificarlos social y políticamente como sitio de resistencia. “Críptica. Críptica. Críptica”: la perla/suelta rearticula la obligación de pliegue como resquicio en donde se “aprovecha[] la debilidad de la norma” (Butler 333).
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En Estado de sitio, el avance del apoderamiento de dimensiones que bloqueaba la disciplina y regulación masculinas alcanza nuevos límites. Si en la escritura de La perla suelta era resignificada la palabra estigmatizante como autodenominación contestataria y productiva para reclamar su propia identidad, el acto performativo de Estado de sitio desconcierta el régimen de espacialización política del género. La visualidad masculinizada de la corporalidad de Ilabaca se condice con su apropiación del discurso en el espacio público. El pelo varonilmente engominado, la rigidez de los desplazamientos, la mirada impersonal: el confinamiento de la mujer al dispositivo doméstico como regulador de la visibilidad, como “velo destinado a controlar la presencia activa y sexual de las mujeres en el espacio público” (Preciado web), es revertido en el gesto político y performático de reproducir ciertos signos visibles propios de la representación de la masculinidad.
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Esta práctica del género como aparato iconográfico, como producción y recepción de signos visibles, se conjuga con la proyección del video sobre la pantalla de la sala. La cinematografía, junto a la ambientación que sugiere un dormitorio, contribuye con la declaración de la excepcionalidad del contexto: su visualidad inocula en el espacio público la domesticidad de lo privado. Se instaura así un umbral de indiferencia entre el espacio interior y exterior, es decir, un estado de sitio/ excepción en el que la suspensión de la norma posibilita el gesto subversivo de la mujer hablando y representándose en el mismo espacio público de la Biblioteca Nacional. Más subversivo aun, si se atiende a que la biblioteca constituye la heterotopía (4) del tiempo y el saber acumulado, lugar por tanto reservado celosamente como instancia de poder y de acción masculinos.
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La publicitación de lo privado y la apropiación femenina del uso del habla en público concretan la trasgresión de la división sexopolítica de los espacios. Asimismo, la intervención de la danza (Andrea Navea) mediante la significación intensiva de sus torsiones y gestualidades parece des-plegar provocativamente la materialidad semidesnuda del cuerpo femenino en el espacio público. La manipulación del foco halógeno durante la torcedura de su complexión impugna la organización de la mirada en estos espacios: el hombre en posición de autoridad, el cuerpo abyecto en situación de objeto escopofílico. La maniobra autónoma del halógeno, entonces, para enfocar/ focalizar la luz sobre su propio cuerpo femenino es el gesto subversivo de producir un exceso de su visibilidad en el escenario público.
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De igual modo, Paula Ilabaca, en el pliegue y despliegue de sus piernas sobre el sillón, en su soltura de cuerpo, performa el principio de extensión que se atribuye a lo masculino. Es todo su repertorio de performatividad teatral de la masculinidad el que inscribe en la biblioteca una experimentación del cuerpo que desnaturaliza el sistema sexo/ género. La femineidad como obligación de pliegue -pierna cruzada- tiene al mismo tiempo su correlato en los papeles arrugados que son des-plegados para leer su escritura públicamente. La letra femenina se halla desparramada como basura sobre el piso de la sala y es, precisamente, la operación de su apertura, de su despliegue femenino, el que transforma el deshecho en práctica significante.
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Útiles ineludibles son los aparatos de ortopedia. Muleta y cuello se corporalizan desde el inicio de la acción: la biblioteca como máquina industrial de saber, el cuerpo como aparato mecánico y la prótesis como “desarrollo de un órgano vivo con la ayuda de un suplemento tecnológico” (Preciado, Manifiesto 132). Muleta y cuello ortopédico funcionan en el tejido multimedial de Estado de sitio como metáfora del sexo y del género considerados “como formas de incorporación prostética que se hacen pasar por naturales, pero que, pese a su resistencia anatómico-política, están sujetos a procesos constantes de transformación y de cambio” (Preciado, Manifiesto 134). Mecanismo de producción sexo-protético, en cuanto no se da sino en la materialidad de los cuerpos, que confiere a los géneros su carácter real-sexual-natural. Así, el despojo de muleta y cuello simboliza performativamente que los aparatos desmembrados de las prácticas de poder masculinas, en su descontextualización, representan la posibilidad de desplazarse más allá del binario hegemónico y naturalizado de lo masculino/ femenino. De igual manera, la técnica cosmética en el rostro y cabello de Ilabaca amalgama signos visuales -maquillaje femenino, engominado masculino- que en su inmediata yuxtaposición problematizan las operaciones reguladoras del género.
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Por último, la tonsura clausurante de la coronilla. El motivo luminoso de la lámpara y la tela de la sala a oscuras, la figura-letra blanquecina del asomo cutáneo y el soporte-página negra de la cabellera engominada: “Ni negro sobre blanco, ni blanco sobre negro. No hay soporte. No hay figuras. Positivo y negativo, yin y yang, noche y día se evocan y sustentan” (Sarduy, “La noche escribe” 19). El pelón diurno sobre la noche pilosa, la estrella halógena sobre la galaxia negra: montón de pelo, mechón como orgánico residuo que se incorpora -en reversa- a la piel de lo inorgánico: la biblioteca pública. Reciprocidad de prótesis: la máquina ortopédica que interviene el órgano vivo y el vivo mechón que se injerta -como marcación de una presencia- en la máquina heterotópica: mutuo agenciamiento que articula el interfaz donde natural y artificial se tocan. Hay aquí contrastes del barroco que murmuran su etimología originaria: “la imagen nudosa de la gran perla irregular” (Sarduy, “Barroco” 1199).
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Por otro lado, el corte de Ilabaca implica la realización de un découpage autónomo. El cuerpo femenino en el espacio público es contemplado por la mirada masculina como un “espacio articulado que, como tal, puede descomponerse en sus distintos elementos parciales, para luego recombinarlos a voluntad con completa independencia de los sujetos personales que los soportan o manifiestan” (Gil Calvo 28), con el fin de que así, como unidad sexual separada del resto, cada región corporal adquiera todo el potencial valor erótico ante el ojo voyeur masculino. De este modo, como señala Gil Calvo, estos son “cortes que, al valorar eróticamente las partículas unitarias así recortadas, expropian a la persona portadora de su posesión corporal” (Gil Calvo 28). Si esto es así, en Estado de sitio la tonsura acusa y subvierte la mirada masculina que, tal como el lente en la pornografía, ejecuta sexualizantes cortes sobre el cuerpo femenino, en cuanto es éste mismo cuerpo abyecto el que en la publicidad de la Biblioteca toma las tijeras y realiza el corte sobre su propio límite.
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Corte de pelo que es a la vez corte de joya o perlado collar. Pues hay en Estado de sitio esta perla que instaura la excepción a la norma para soltarse, para descolgarse del collar que la emboza y en su rodaje inscribir la redefinición política y la disolución de los límites entre masculino/ femenino y público/ privado. En su irregularización de los contornos fijos, el engarce escritura-performance de Estado de sitio practica, en definitiva, el desmontaje crítico de los espacios de producción y almacenamiento de los saberes que regulan los cuerpos según lógicas normativas masculinizantes y heterosexuadas.
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Notas
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(1) La performance se ejecutó en la Sala Ercilla de la Biblioteca Nacional el 27 de junio de 2008, en el marco del ciclo de lecturas e intervenciones Autores de noche. Procesos escriturales en vivo.
(2) “Gesto originario de la humanidad éste de mirar hacia arriba, el de su desfondamiento empinándose su subjetividad anhelante de totalidad desde los fragmentos densos de temporalidad, grávidos y grabados de historia, hacia lo por aparecer” (Rojas).
(3) Las citas de La perla suelta se remitirán, por supuesto, sólo a lo leído en la performance.
(4) Según Foucault, lugar en el que “todos los demás emplazamientos reales que es posible encontrar en el interior de una cultura, están a la vez representados, impugnados e invertidos, son una especie de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque, sin embargo, sean efectivamente localizables” (“Espacios diferentes” 435). La heterotopía, entonces, incluye todos los demás espacios de una cultura para deformarlos hasta su anulación. Algunos ejemplos que entrega el filósofo francés para cada principio que caracteriza la heterotopía son el del cementerio, el jardín, el teatro, el cine, las clínicas siquiátricas, museos, bibliotecas, el navío, entre otros.
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Bibliografía
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Butler, Judith. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós, 2002.
Foucault, Michel. El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets, 1992.
--- “Espacios diferentes”. Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Volumen III. Barceloa: Paidós, 1999. 431-441
Gil Calvo, Enrique. “La mirada masculina”. Mercado de deseos. Una introducción a los géneros del sexo. Ed. Flavia Puppo. Buenos Aires: La marca, 1998. 27-30
Preciado, Beatriz. “Gigantas/ Casas/ Ciudades. Apuntes para una topografía política del género y de la raza”. http://www.hartza.com/preciado4.pdf
--- Manifiesto contra-sexual. Madrid: Ópera Prima, 2002.
Rojas, Sergio. “Mirar hacia arriba”. Santiago: Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura, Arcis, 1996.
Sarduy, Severo. “Barroco”. Obra Completa. v. II. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1999. 1195-1261
--- “La noche escribe”. Obra Completa. v. I. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1999. 19-20

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