15.12.09

Artículo sobre "Raza Chilena" de Nicolás Palacios


Versión completa de "Raza Chilena: entre la nación y el sexo" de Felipe Becerra Calderón, publicado en Revista Grifo Nº17, diciembre-2009, Aquí.

4.10.09

Siempre en llamas

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Esta es la nota a pie de página de una “Carta a Jorge Cáceres a 60 años de su muerte y 24 de mi nacimiento”:

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“Esta carta fue leída la noche del 21 de septiembre de 2009 en el sitio eriazo que ahora es lo que algún día fuera el domicilio en donde el 21 de septiembre de 1949, 60 exactos años antes, murió en la tina de baño del departamento H del cuarto piso de un edificio -hoy demolido- ubicado en calle Lira 314, Santiago Centro, con 26 años de edad, el poeta chileno, bailarín del Ballet Nacional, pintor y creador de collages Jorge Cáceres. La lectura de este y otros textos formó parte de Siempre en llamas, intervención de ese mismo erial registrada en video y fotografías. En ella participaron Felipe Becerra Calderón, Ignacio Elizalde, Agustín Hidalgo y Maori Pérez”.

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Digamos, por ahora, que la carta (4 folios) y el video (7’04’’), en el que aparecemos semidesnudos a la luz de una fotografía que se incendia, a la vez cantando y gritando en bailes las cartas y conjuros escritos para la intervención, forman parte ya de la caja de cartón en la que almaceno las aún-no-obras que, como quien se enorgullece de las cicatrices hipertróficas -queloides- que recubren su cuerpo, me precio de haber generado, sea en cuanto potrillo de manada o la manada misma.

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Cabe sugerir que se confronte a Siempre en llamas, otra intervención que realizamos junto a Maori Pérez el 15 de julio de 2004, motivada por el primer aniversario de la muerte de otro escritor chileno, de la cual también existe registro fotográfico.

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Pronto, en este domicilio -no el de Cáceres: reino de ruinas- se proyectará, sobre un mantel blanco algo apolillado por el tiempo, el video en cuestión. En el evento se repartirá a la concurrencia los ejemplares que incluyen todos los escritos leídos en Siempre en llamas, los cuales, por cierto, constituyen la primera publicación de nuestra, aunque cada vez más cercana al feto, aún embrionaria editorial. Los dejo aquí en buenas manos: dos o tres fotografías, otros tantos fotogramas (del video, claro).

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Saludos, terrícolas

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Phelipe, rex puer

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SIEMPRE

EN
LLAMAS

13.8.09

En Punta Arenas


La Prensa Austral, Jueves 13 de Agosto de 2009:

Dando jugo en Punta Arenas: ya me comprometieron! Tendré que escribir ese libro nomás poh HahHahaha

31.7.09

Sobre Labia Larvaria de Jorge Cid

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Labia Larvaria: sintaxis bastarda, cuerpo extramuros
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Por Felipe Becerra Calderón
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Labia Larvaria. Jorge Cid. Concepción: Editorial Universidad de Concepción, 2009. 71 pp.



Escribo sobre la cresta de las palabras. Sobre el filo. El lenguaje hierve, se encrespa, como una ola de Hokusaï, en cuyas gotas, en una galaxia blanca sobre el añil, se han detectado imágenes fractales.
Severo Sarduy


Tal vez Jorge Cid escriba también sobre la cresta de las palabras. O tal vez no. Tal vez, de ese oleaje lo que asuma es lo que ritma su resaca. En ese vaivén orillero, sobre aquella ribera retobada de alba espuma que se esfuma sin demora y deja, nuevamente, abierta al sol la arena húmeda, quizás sea ahí, divago, en costa en vez de cresta, donde sus poemas hallen a la vez que un pulso una pulsión. Es el ritmo: “la ironía de las olas” (26).

Como si tras los escarceos del oleaje, a cada envite de racha se arrechara máscaras, antifaz inédito, la escritura de Labia Larvaria devanea en proliferaciones que abren aguas al deseo. Se enviste (y se desviste) en un proceso que la hace devenir-mujer molecular, devenir-homosexual, devenir-niño que huye deseoso de su padre, devenir-puta, de preferencia en forma de María de Magdala, e inclusive asume su aúllo un devenir-imperceptible. “Piara gozosa de gemidos” (22), enjambrado cúmulo de boches, la deriva de esta labia, cada finta en recoveco de cochambre, cada cachirulo suyo da voz nueva a la arrasada raza de bastardos, desviados, violados, guachos, enfermos: todo angelito empantanado, lacerados cuerpos de exterminio.

Antes que costa o cresta, costra: pústula corrupta. Letra aureolada sobre el chancro, culebreando entre recodos hoscos de hospital y clínica, la larvaria labia acusa lo que adentro ojeó: mecanismos de un saber sexual que busca suturar palabra al cuerpo, diagnosticar a cierta piel salud, cierto deseo al que gradillas de la norma ciñen: masculinidad como pacto que produce y traza la frontera alrededor de lo “normal”, ficciones normativas que inscriben en los cuerpos el heterosexual como deseo unívoco, natural, indudable. Sabia labia que sabe, denuncia lo que aquel deslinde hace brotar: el “cuerpo extramuros” (50), homosexual o “loquita de la calles solas” (24), exiliados del binomio de los sexos totales, desclasificados como enfermos, deformes, como “anormales” por tecnologías de poder. Cito: “Siempre tendrán una lengua con la cual emparentarnos/ una nueva enfermedad-lugar/ donde relegar nuestro deseo” (42).

Como en la persecución castrista, lo que con su “verso amputado” (42), “labriego léxico de las ratas” (23), impugnan los poemas de Jorge Cid es la borradura de los márgenes, cuya institucionalización en Cuba alguna vez se bautizó Operación Tres P: pederastas, prostitutas, proxenetas. Basta leer el poema “Tres figuras en la diáspora” (16-18) para sospechar que hay en su escritura una deformación de la familia, aun en la versión de estructura familiar que distingue Sonia Montecino, en la que aparecen no el padre ausente, la madre y el huacho, sino la comadrona, el chulo y el curandero como agentes de la transacción sexual de un cuerpo de niño violado. Hay algo además en esta escritura que recuerda al Obsceno pájaro de la noche: si en la novela donosiana este peligro lo representaba el nacimiento de Boy, aquí es el cuerpo homosexual el que se hace repulsivo en cuanto cuerpo terminal, esto es, cuerpo que implica, por improductivo, la clausura inmediata de la genealogía familiar, corrupción de los linajes, definitivo cese de la herencia “natural”. Tal vez por esto proliferen en Labia Larvaria las escenas de partos infectos, “ese origen repugnante” (29), violaciones, mortinatos, cadáveres, el sida como enfermedad terminal: “La tradición debe caerse de seca/ y tú irte con los caminos” (64).

Es por esta malvenida chusma de cuerpos contra natura que gorjea la labia una lengua menor (Deleuze-Guattari), lengua guarra (Jorge Cid), línea de fuga que desmocha el arbóreo familiar y abre en él desvíos imprevistos. A fuerza de arcaísmo, voz en desuso, hablas marginal o bíblica, lo que Larvaria labra no es una lengua inédita, sino la retorsión, trastoque y retrueque de una que es mayor, la lengua castellana. Crea una sintaxis bastarda, por un pueblo que falta escribe, pueblo que en cuanto tal no existe aún: población larvaria, rosario de larvas descastadas.

Quisiera relevar por último un rasgo de esta verba recia: si bien menor, la lengua guarra actúa, gesticula, su afectación y su teatralidad son melindres de estrategias de performance. De esta “labia travestida” (59) lo labioso se arrellana en la conciencia de que el poder de normalización no es descriptivo, sino performativo, es decir, produce, limita, naturaliza el caso hegemónico y reniega una posible alteración. Es precisamente esto lo que aquello tan afectado de su enunciación, lo que aquella verbosidad persuasiva que hace del habla una labia, “anfitrion[a] de una apariencia” (38), revierte como estrategia y política de resistencia: “construir fachadas/ desarrollar máscaras” (69), el gesto hiperbólico (Butler), su teatralidad, pone en evidencia la homofobia; la exhibición hiperbólica de su dolor, de su rechazo, socava la renuencia y la ceguera epistémica que relegan y proscriben cuerpos “anormales” a extramuros. La exageración, aquel desbocado melindre como política de la pose (Molloy), funciona entonces como estrategia de provocación que obliga, aun de reojo en algún cruce callejero, la mirada del otro, atención que fuerza una lectura, conmina discursos y tal vez, en noche fortunata, el temblequeo de pasiones en pasaje, soterrado titubeo que doblega, a oscuras, reciedumbres de un deseo agarrotado ya, rígido, reyuno, abroquelado contra arranques del acaso, embozado contra fugas, contra arrojo aherrojado.

Con Labia Larvaria, Jorge Cid destrenza una verba que huye deseosa de la madre poesía lárica y de toda tradición surgida en el redil rural de la comarca: abre así una posibilidad nueva de poesía en la provincia (¿como cuarta P, tal vez?). Desde el villorrio, la labia histriónica asume el rumbo farragoso del deseo, entre matón y matorrales muta, en lo guarro de su habla disemina un devenir-cuerpo de extramuros. Por los bordes del convento sexual, su devenir fabula bodas aberrantes con el apestado, que herrumbran, roen la axiomática de conexiones entre cuerpos. Como de esperma un reguero moteado -semas de semen-, sobre la página negra una sintaxis contagiosa nos registra esa revuelta: Jorge Cid - Juerga Sed - jOrgía Cida.

23 de julio de 2009

16.7.09

El arte de escribir contratapas


Aprecio con especial afecto libros que he conseguido en los que la edición presenta contratapas hermosas, prólogos tan breves como descollantes, escritos siempre con un habla que se deja sensualizar por el libro mismo al que refieren. Un maestro de este tipo de textos es, cómo no, Severo Sarduy, quien escribió varios de los prólogos y contratapas de las ediciones setenteras y ochenteras de Arturo Carrera. Pienso además en algunas ediciones de libros y pasquines de Roberto Echavarren y Néstor Perlongher. Pero en especial las que Sarduy hace del autor de La partera canta. De ellas lo que me atrae es la capacidad, digamos, de entregarse, de dejarse seducir por el habla al que se acoplan como queriendo enmarañarse, fundirse entre esas páginas, permearse como el vino tiñe al corcho que lo sella. El eje que las cristaliza es el que va a través: agujas de vudú, imagino, pero en realidad sus líneas se distienden, lacias, como lianas a través de algún carruaje abandonado en Amazonas. O también: el espiral: hélices que en rumbo serpentino encharcan, chorrean, remojan lomos de un libro que a la vez se deja humedecer. Son papeles deseosos: su juego va más por un rozar, más a lo sensible que a una inteligencia. Se hunde como en barro, chapotea y de las motas que salpican surge el texto. Bueno, aquí va un escaneo de la carta que envió Severo para algún recodo de no sé qué libro de Carrera:






16.6.09

Respuesta a las estrellas de David

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Antes un frote que a flote
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Agraciado por ser elegido entre una consorte de constelaciones, me entrego al afán de perder esa gracia: preferiría agraciarme en la grasa de los desgraciados, estrellas caídas, aquel des-astroso asqueroso montón que yace en el charco manchando adoquines. Porque, si aquella figura, la estrella de David, alumbra el vértice de constelaciones que buscan brillar “sin pasado”, el peligro de hallarnos cegados –encandilados- por ese candil que gobierna hipnotizando pupilas que habrían de ver lo que brama debajo del lodo, se hace presente de pronto, perdiendo en el acto los bríos que hacen posible alucinar con pies en la micro o vereda cualquiera. Lo programático de una constelación que mira hacia abajo con cierto desprecio se estrella de frente con flotes etéreos de una escritura aleteando en el aire. Más convendría que el flote aéreo, un frote de piel que rasmille el cemento.

“Arbitrariedad de las enunciaciones, despotismo del nombre” (ay, ¡Rosa Luxemburgo!): la estrategia astrológica de instalación en el éter de la poesía chilena no me interesa. Mi cartografía de alianzas incluye escrituras que no son chilenas, que no son narradas ni son poemadas. Esa pomada de ser un poeta o ser narrador yo no me la compro. Menos de ser definido –clausurado- como chileno. Siento un afecto especial no más que por dos o tres pelagatos –amén del fulano: quien habla, la voz de mi cuerpo a pesar de mi nombre- nombrados en ristra de astros. Sus escrituras (del par) pelafustanas las hallo a ratos cercana a la mía: aquella larvaria y la magnificente. Pero ¿a qué nombrar?, ¿a qué, como en reclutamiento milico, la lista? A los demás, señor, con todo respeto: ni en pintura.

Pienso en aquellos que han sido borrados del sky: un dream team desastroso que sí chapotea (y no chapoeta) en el fango social de la historia, y que sí la interviene y la invade, que sí le tajea la dermis dejando caer la lluvia de pus que se hallaba escondida. No caeré en el juego, ese ludo en el lujo alejado del lodo (¿un luto?), de oponer a los nombres nombrados más nombres.

La bobería de decir “nuevísima” o “novísima” cae del cielo por su propio peso: todo es nuevo. Habría que hallar pabellones tantito más intuitivos, perder países, perder territorios por una cochambre que hable a su modo y que huela a la fiesta de sangre de Arguedas: yawar fiesta, justo calada entre quechua y castilla (uno entre tantos). A lo terrenal del descenso me entrego, al des-astre, aun a sabiendas de que así me destierro del cielo estrellado, aun a sabiendas que real resistencia se halla fugado del nombre, casilla o lista que se abroquele debajo de epígrafes que anhelan un Pater. Antes que tajo o “tatuaje”, yo sigo el atajo que busca la fuga: deseoso es aquel que huye de su Papi (o Mami). Ah, que tú escapes… Después de todo:

¡La caca de huérfano hiede más!

8.6.09

Aparición en La Tercera


Artículo de Roberto Careaga para la sección Cultura de La Tercera acerca de "los más jóvenes novelistas de Chile", aparecido el domingo 31 de mayo de 2009.

6.5.09

Sobre "Creatur" de Gustavo Barrera Calderón

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Creatur. Gustavo Barrera Calderón. Santiago de Chile: Ril, 2009.

Taller de Letras 45 (2009): 209-212.
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por Felipe Becerra Calderón

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Tal vez sea el capricho el que me lleva a imaginar, en el horizonte de Creatur (Santiago: Ril, 2009), un punto de fuga, una presencia que, diría, se descuelga más allá de su campo y, desde allí (es un decir), afecta al texto en cuanto matriz de sus dimensiones. Imagino entonces un punto en el espacio, una coordenada a la vez dentro y fuera de lugar, hacia el que todo en este libro se fuga. Tal emplazamiento es el que ocupa en Creatur, claro, o en mi capricho, la cristalina casa de la señorita Farnsworth.
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Más allá de los epígrafes, hay en la obra de Gustavo Barrera Calderón (1975) un juego intertextual con otros discursos en el que se remueve activamente, como desmonte y variación, alguna pieza de lenguaje. Por ejemplo, en Adornos en el espacio vacío (Santiago: El Mercurio-Aguilar, 2002) un par de frases de “La imaginación pornográfica” de Susan Sontag eran desmanteladas y reorganizadas hasta hilvanar un pulso que les daba nuevas e intensivas significaciones. Creatur, en cambio, convoca interferencias de otro tipo. Su fuga hacia la casa de vidrio se halla, de algún modo, rozada, jaspeada, quizá entre otros, por un ensayo de Beatriz Preciado acerca del mismo edificio [1]. Lejos de ser imprescindible, la consideración de este texto adquiere, para mí, el valor que una simple cucharada de perejil picado tiene en la preparación de una buena tortilla de zanahoria, es decir, el valor de un ingrediente que en algún grado sazona e intensifica el placer de la lectura. Precisamente, con la belleza de estas palabras se abría Adornos: “Todos los ingredientes se mezclarán esta noche” (17). .
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“Aparece un pequeño espacio en el armario” (11), en el caso de Creatur. Desde su obertur
a, en efecto, para poner en funcionamiento la “retórica del coming out”, de ocultamiento y exhibición, el armario se conjuga con la casa: “La casa era tan pequeña que la llaman armario” (42). Próxima ya a las últimas páginas del libro, una nota sintetiza las razones y consecuencias del desacuerdo y litigio entre Edith Farnsworth, mujer soltera e independiente, y el arquitecto alemán Mies Van der Rohe, surgidos a raíz de la construcción al sur de Chicago, en 1951, de la casa Farnsworth, la primera casa completamente vidriada de la historia y ejemplo paradigmático del minimalista Estilo Internacional. Basando sus argumentos en la falta de privacidad que otorgaban las paredes vidriadas de la vivienda, Edith entabló un juicio contra el famoso arquitecto. En la nota, Gustavo Barrera plantea las aporías de las que se hace cargo el ensayo de Beatriz Preciado, relacionadas con la cobertura mediática que durante el conflicto rodeó de rumores de homosexualidad tanto a Farnsworth como a Van der Rohe. La nota señala: “En palabras de prestigiados estudiosos del género, la casa sería una analogía del armario, donde ambos personajes homosexuales permanecerían ocultos” (89). Y concluye: “Pero surge una contradicción o más bien un misterio: ¿Por qué ocultarse en un armario transparente? ¿Se debe esto a un deseo contradictorio de ocultarse y a la vez evidenciar el escondite o se debe más bien a una mala concepción o “Mi(e)s conception”? ¿Es un gesto perverso o accidental? Sin duda una gran confusión persiste desde la construcción de la casa” (89, énfasis mío). .
Pareciera que el itinerario de Gustavo Barrera contemplara cada vez y dejara desprender de su escritura un trabajo que desgrana construcciones simbólicas en torno al espacio. Si bien no hurgaré en este campo, quisiera de paso insinuar el complejo tejido que entre ciudad y género urde Creatur. En efecto, aquí el pesaje de un espacio urbano que actúa siempre como productor y condicionador de las identidades genéricas se asume como deconstrucción de su estructura. Con todo, sospecho que esta nueva publicación de Gustavo Barrera se sirve de una economía de la mirada que relaciona cuerpos y espacios de acuerdo a leyes político-visuales, no tanto para exponer los procesos de construcción de identidad genérica sobre el umbral privado-público, antes bien para instalar un misterio o una confusión en la relación del sujeto con el espacio urbano y social posmoderno.
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Se puede imaginar, fácilmente, una genealogía de “la casa” en la poesía chilena. Guadalupe Santa Cruz ha sugerido la amalgama de ciudad de las casas. Por otro lado, la tesis de Jean Franco apunta que en América Latina la casa adquiere el estatuto de refugio y de santuario ante el exterior amenazante, esto es, de un espacio inviolable que sólo perdió su inmunidad frente al surgimiento de la violencia de las dictaduras, golpe que hizo de la casa-refugio un espacio vacío. Es esta noción de casa-refugio como espacio de continuidad, de invariabilidad, lugar de la no-historia donde quedan suspendidas las leyes del Afuera y su flujo de intercambios económicos, precisamente, lo que Creatur parece subvertir. Me veo, entonces, frente a la pregunta: ¿cómo se inscribiría la casa Farnsworth en esta ciudad de las casas de la poesía chilena?
Si de acuerdo al texto aludido de Susan Sontag “la pornografía es un teatro de tipos, nunca de individuos”, cabría sugerir que algo de pornografía tiñe a Creatur. La casa, y todo interior en este libro, se presenta como escenario activo entre la relación de los tipos Hombre y Mujer (y la confusión genérica entre ambos). Ahora bien, este Hombre y esta Mujer no son propiamente convencionalismos estereotipados en materia de personajes, sino subjetividades que en su descalce y discontinuidad dialógica parodian la normativa del contrato matrimonial, la célula familiar y, así, a fin de cuentas, toda la vida privada en el espacio doméstico. Si seguimos otra definición de pornografía, esta vez, como dispositivo de publicación de lo privado (Testo yonqui, Preciado), la casa Farnsworth no podría sino comprenderse como una obra de arquitectura pornográfica. En realidad no pretendo deshilar aquí lo que la obra de Gustavo Barrera absorbe o no de la imaginación pornográfica. Me interesa nada más relevar que en Creatur, como hemos adelantado, el intercambio entre Hombre, Mujer, Andrea, Elella, Pavo real y demás figuras, es exhibida a través de la transparencia de las paredes vidriadas de la casa-armario. Paradójicamente, como el texto mismo indica, “[e]n la economía interior del armario/ la mancha opera como un secreto abierto” (16, énfasis mío). Es decir, el teatro “privado” que se despliega al interior de la casa-armario busca un refugio “de las miradas indiscretas y del peligro” (42) precisamente en el espacio en el que de manera inevitable siempre será visible, expuesto, público (o publicado).
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Como ejemplo paradigmático del Estilo Internacional, la casa Farnsworth expresa a la perfección el lema de Mies: “menos es más”. La vivienda se inscribe en aquella arquitectura que utiliza los materiales inalterables (hormigón, vidrio, acero) e insiste en la pura superficie vacua como negación del paso del tiempo y de toda memoria del pasado. Un estilo que parece ocupar un espacio-tiempo virtual, sin cambio ni decadencia, sin pasado ni historia, lo que genera una impresión de ficticia permanencia (The gendered city, William James). En consonancia, dentro de la casa-armario el Hombre y la Mujer parecen perder toda coordenada espacio-temporal, su memoria, el “jardín Memoria” (76), se difumina progresivamente y las imágenes del pasado se proyectan sobre un plasma como simulacro. Esta inscripción fuera del tiempo real acarrea para ellos a la vez una amnesia (“dolor de la pérdida”, 47) y una anestesia (“pérdida del dolor”, 47), quedando en consecuencia vagando “como por un sueño” (31) a través de ese limbo que es la “sala de espera” (34). La recurrencia en el estilo de la escritura de Barrera a la variación y la repetición adquiere así, en Creatur, la connotación de un intento subjetivo por detener el tiempo, lo que me sugiere alguna estrategia nemotécnica a la vez que me recuerda el extremo recurso de la “criogenia” (49). .
En este sentido, la situación del Hombre y la Mujer al interior de la casa-armario, flotando entre su amnesia y anestesia, nos conmina a pensar en la situación del sujeto en el espacio urbano y social posmoderno. Como si se hubiera roto su cadena de sentido, Mujer y Hombre son incapaces de unificar pasado, presente y futuro, quedando reducidos a una serie de meros presentes desligados de relación en el tiempo. Al interior de la casa-armario, ellos experimentan la
incapacidad del cuerpo humano para orientarse en el conjunto del espacio urbano exterior. Y es en este punto donde alcanzamos a ver la ubicación de la casa Farnsworth en la ciudad de las casas. En efecto, la casa de vidrio, en cuanto disuelve los límites de público/privado, se expone a las leyes del mundo del Afuera y sus diversas transacciones, anulando en el acto la posibilidad de la casa como refugio ante la amenaza y mirada externas. Es posible entender, por esto, que el interior de la casa de vidrio en Creatur despliega un pabellón de continuidad con el espacio público urbano, asimilando así la lógica del capitalismo avanzado que, como en Santiago, progresivamente lo privatiza, lo satura de los signos de mercado que borran de su fisonomía las marcas históricas que lo dotaban de identidad y que, por tanto, permitían al sujeto individual y colectivo autoubicarse en la ciudad tanto a escala social como espacial. Sugiero así que la contradicción, confusión o misterio de los que hablaba la nota corresponden justamente a la instalación de una ironía en la sintaxis urbana: aquel refugio donde uno queda a la intemperie, siempre expropiado hacia la variabilidad incesante, la desorientación, la fugacidad de lo ahistórico. Al confundir aquellos límites, entonces, la casa de vidrio en Creatur tal vez simbolice la pérdida de la casa en tanto refugio y, por esto, el desalojo ante una ciudad que se niega a entregarnos las huellas necesarias para trazar nuestra historia tanto individual como colectiva.

[1] Preciado, Beatriz. “Mies-conception: La casa Farnsworth y el misterio del armario transparente”. Biblioweb Caosmosis. 15 abr. 2008. 10 abr. 2009. http://caosmosis.acracia.net/wp-content/uploads/2008/04/beatriz-preciado-la-casa-farnsworth.pdf

13.4.09

Sobre "Seducción de los venenos" de Roxana Miranda Rupailaf

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Apuntes para una lectura de Seducción de los venenos
de Roxana Miranda Rupailaf

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Felipe Becerra Calderón
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¡No hay veneno como el de la serpiente, ni enojo como el de la mujer! (…)
Cualquier maldad es poca, comparada con la de la mujer (…)
Por una mujer comenzó el pecado, y por ella todos morimos.
Eclesiástico 25, 15-24
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Para comenzar a referirme a este libro de Roxana Miranda Rupailaf no puedo sino instalar una carencia como punto de emisión o de partida: mis lecturas de poesía y mitología mapuche son escasas. Por esto, en la presentación que nos convoca, tal vez resulte más intenso el sugerir que el revelar, preferible algún rodeo que el desvelo, un rozar antes que asir. Roxana, por su cuenta, en alguna entrevista ya se ha posicionado como poeta mestiza, definiendo la posible influencia de la poesía mapuche en su escritura como una intermitente y significativa aparición de “ciertos relámpagos” (1). Se emplaza entonces su lengua menor en una zona de frontera (Lotman), terreno de mestizaje, aquella mistura que se halla entre una y otra esfera, entre una y otra página, diríamos, como si su territorio se ubicara en el medianil (aquel espacio blanco de los márgenes interiores del libro) que interviene el síncope entre mapudungun y español.
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En efecto, estos “ciertos relámpagos” de los que habla Roxana jaspean de bilingüismo su textura, no sólo en cuanto la edición de Seducción de los venenos (Santiago de Chile: LOM, 2009) incorpora la correspondiente versión mapudungun de cada poema, sino más bien porque tal vez ya en el brote de su escritura haya un cohabitar de lenguajes que se confunden. En otras palabras, lo que insinúo es que quizá el bilingüismo de este libro actúe desde un principio como fenómeno cultural antes que como la realización material de su traducción. De este modo, la simbólica figura en la que confluirían tradiciones recaería, acaso, en la serpiente.
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Sabemos que, a grandes rasgos, en el relato mítico de origen del pueblo mapuche los hijos rebeldes de la Luna y el Sol, luego de ser muertos por éste, son resucitados en forma de serpiente, Kai Kai Filú, ama de los lagos y los mares. “Esta serpiente maligna que odia a sus padres y a la humanidad es la que provoca la agitación de las aguas, con sus golpes levanta las montañas en que se refugian los hombres” (Foerster 163). Kai Kai Filú es la fuerza maléfica, entonces, representada en forma de serpiente monstruosa y que al agitar sus aguas disipa las costumbres del pueblo mapuche. Sabemos, por otro lado, que en el Génesis el relato mítico de origen incorpora a su vez una serpiente, encarnación animal del Diablo, y que Eva por caer en tentación acarreó con su falta la muerte y el pecado. Desde entonces, en la cultura occidental la figura de la serpiente se nos presenta asociada a la mujer, simbolizando el origen del Mal. De acuerdo a Casanova y Larumbe, es por esta simbolización que “la serpiente debe ser dominada en el mundo de lo sobrenatural y la mujer dominada y vigilada por el varón. Este arquetipo cultural, esta representación social ha impregnado de misoginia sagrada y material el pensamiento occidental durante siglos, convirtiendo a la mujer en instrumento eficaz del Diablo” (29-30).
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Pues bien, ya desde el título de esta nueva publicación parece Roxana trabajar y remover, desde ambos polos, el símbolo de la serpiente y su imbricación con el género femenino. En efecto, reluce entre sus páginas un deseo que a cada pulso cobra forma de fluido. Por convocar algún fragmento, cito: “Ay de las aguas gritando/ adentro de tu lengua/ que es tan dentro/ y tan adentro/ de lo espeso en los temblores.// Mordida en lo íntimo de los venenos/ por el placer gritada/ y derramada”. Sangre, saliva, veneno: sugiere su arrebato siempre un desparramo, un derrame de aguas agitadas por causa de un deseo que deviene sin origen ni destino. Por esto, el descontrol enérgico de su deseo pone en peligro los fundamentos morales con que envuelve la regulación biopolítica de los cuerpos. De algún modo, el deseo que atraviesa este libro asume la forma venenosa de la sierpe en cuanto la posición de sujeto femenino asume cierta condición destempladora, caótica y desestabilizadora de aquel sistema que la ideología patriarcal ha impuesto al asociar mujer y pecado. Su devenir sierpe constituye, así, la adopción de la figura maléfica en cuanto estatuto excluyente a fin de resignificarlo como posibilidad de definición autónoma del cuerpo femenino. Dalila, Eva, serpiente bíblica o Kai Kai Filú, la estrategia de resistencia es la misma.
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El gesto alcanza mayor intensidad si atendemos a la actual situación de la mujer mapuche en nuestra sociedad. Margarita Kalfío señala que en las organizaciones constituidas principalmente por varones a las mujeres mapuches se les prohíbe generar organizaciones autónomas porque eso atenta contra la integridad del pueblo: “Esto explica el hecho de que la mayoría de las organizaciones indígenas no tengan consideraciones especiales para las mujeres” (449). De este modo, “las condiciones de opresión, comunes a todos los pueblos indígenas, se ven agravados por la condición de género subordinado” (449). Tal emplazamiento en el entramado social chileno me recuerda la teorización que Chela Sandoval planteó en los ochenta como modelo esperanzador de identidad política para las llamadas “mujeres de color” en Norteamérica. Sandoval ponía énfasis en una “conciencia opositiva”, esto es, en una apropiación conciente de la negación, surgida a raíz de la doble postergación que sufría la “mujer de color”. Por ejemplo, una chicana o una mujer norteamericana negra no podía hablar ni en cuanto mujer (por no ser mujer blanca) ni en cuanto chicano o negro (por ser mujer). De igual manera, al parecer, a la mujer mapuche le es doblemente difícil alzar la voz, por no ser blanca y por no ser hombre.
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En este sentido, a pesar de declararse mestiza, en Seducción de los venenos Roxana instala un deseo y da lugar a un cuerpo femenino cuya especificidad en nuestra sociedad no halla voz que la articule. Pablo Huirimilla ha apuntado la presencia de cierto “erotismo mapuche” en la poesía de Roxana. No pretendo aquí confirmar ni rechazar el concepto. Más bien, para terminar, quisiera sugerir que con esta obra, y desde su mistura, Roxana incorpora la voz de un cuerpo que ha sido postergado y enmudecido, lo que finalmente constituye una enérgica contribución a la coalición conciente de afinidad y de parentesco político que la mujer mapuche necesita para organizarse.
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Santiago, 13 de abril de 2009
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(1) “La poesía mapuche es la memoria, o sea, yo como poeta mestiza puedo darme cuenta que nunca podría escribir lo que escribe Leonel Lienlaf, Adriana Pinda o Graciela Huinao porque ni siquiera logro imaginarme un mundo que por lenguaje, ya me es ajeno, no tengo las visiones, ni las premoniciones, ni la experiencia de pronunciar un lenguajear que es propio de quienes han crecido bajo una cultura netamente mapuche. En mi caso hay ciertos relámpagos” (González web, énfasis mío).
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Bibliografía
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-Casanova, Edualdo y Mª. Ángeles Larumbe. La serpiente vencida. Sobre los orígenes de la misoginia en lo sobrenatural. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2005.
-Foerster, Rolf. Introducción a la religiosidad mapuche. Santiago de Chile: Universitaria, 1995.
-González, Ernesto. “Roxana Miranda Rupailaf”. http://www.letras.s5.com/egb220907.htm
-Huirimilla, Pablo. “Erotismo en la poesía de Lorenzo Aillapán Cayuqueo y Roxana Miranda Rupailaf”. http://www.letras.s5.com/ph250505.htm
-Kalfío, Margarita. “Mujeres indígenas, desde los saberes, las rabias y los derechos”. Mujeres chilenas. Fragmentos de una historia. Comp. Sonia Montecino. Santiago de Chile: Catalonia, 2008. 443-449

12.2.09

Sobre "grasa", libro de Rodrigo Gómez

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Música, si no sacra, grasa o sangra
Presentación de grasa (Santiago: autoedición, 2009) de Rodrigo Gómez
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por Felipe Becerra Calderón
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Si en un contexto racionalista el barroco es siempre desterrado a las antípodas del “buen gusto”, grasa, desde su rótulo atorrante, hunde hasta el pringue de su ombligo la barriga en los barriales del barroco. Ocioso sería, quizá también cómplice, enumerar las fintas con que fragua su fervor proliferante. Cabría, entonces, barruntar los recovecos, revocar algún recodo, insinuar, con el rabillo y en el turbio lodazal de su terreno, alguna muesca nada más que de reojo previsible.
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Lo primero que reluce para mí es una rumba. De oídas, en efecto, resuella en este libro, cuando menos en la boca de Rodrigo, un arreo que rebosa en su compás una matraca repitente. Y en el rebose de su ritmo, lo que en grasa prima es el arrimo de un percutir ternario: dos tiempos átonos para uno tónico. Cito al azar: “moviéndose fuertes al viento contando monedas durmiendo_en un fresco jardín de mil hojas”. Lejos estamos de anhelar una métrica fósil. No obstante, señalo la maña (o ñame), pues sugiere a mi oído, al leer como al oír, rapideces que rezagan el sentido. El lector/auditor se halla en grasa siempre a la siga de esa rítmica premura y, en este acecho, en esta acelerada procesión, hay necesariamente un algo que se atrasa y que se pierde: un remanente que es, de la lengua, su límite más prudente y plagiario.
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De este modo (o motto), la lectura es intervenida, desgranada por una pérdida constante, una deflación o fading (Barthes). Aquel encaprichado tonillo, en efecto, hurta a las palabras su significado y lo acumula en sustratos soterrados, hipodérmicos, rezumando en superficie nada más que “cancionetas” asignificantes, esa “música turbia”, “caudales de léxico feo” y “procaz catarato”, que hacen de su orquesta descollante un circuito de repliegues intensivos. El brío torrencial de este chorreo, así, extrae del lenguaje su vertiente despojada de sentido, hace vibrar secuencias y abre la palabra hacia intensidades inauditas.
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Pues bien, en detrimento de significado en ristra, el detrito, esta grasa, significa de otro modo: su nivel es del temblor, del miedo, de la zozobra y del arrobo. Si no contrito, rozaga en cambio un desparramo. Y así, la figurilla de estos resbalones, el adrede que hilvana este rumbeo de rumbos ya carente, no es sino la mata, el matorral: “Pero mira sólo hay matas torrenciales populares de la música de grasa”. La mata, la maleza, la maraña, en su musical avidez, arrasa, forra, retoba farragosa toda la campiña que se abre, en grasa, por la facha extensa de los cuerpos. Es la urgencia de esta hambre desbordante la que, diríamos, abre paso al cuerpo, la que lo evidencia en condiciones de su erial y de su areal. Cito: “Sólo hay matas porquerías pasta blanca de orificios medulares comisura rajatripas sangre-barro revoltijo gorgoteo resinero de mucosa y vaselina […] órganos vitales ligamentos capsulitas corazones que se notan trajinados hígados y nylon latas y riñones tubos como tráqueas taconeadas por el humo de la hoja y la ceniza de voraces quemazones de la mata”. En efecto, si hay algo de lo que me convence grasa, es esto: que su sonsonete de rastrojo, aquel despliegue apresurado de su arenga, constituye la intentona acezante de sacar a luz la voz de un cuerpo, de hacer surgir su tono, la modulación de sus rupturas, discreciones, discontinuidades, inconsecuencias, dentro del discurso mismo, pero fuera de las venas del sentido. Es decir, en términos, por cierto, de Jean-Luc Nancy, grasa en su ritmoso derramar que se abandona al sinsentido, en su “misma agua discursiva”, diría Lezama, da lugar al cuerpo, lo reconoce al extrañarlo, esto es, lo expone hasta volverlo ajeno a toda significación que lo aprese: excribe el cuerpo, lo inscribe fuera.
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“guturalias consonantes jergas como fulgores”. No hay versos en su chorro, antes, su fárrago reversa lo cutáneo, lo revela, y así, devuelve o excreta su interior: “dos aguas se recoge y hace arcadas con espasmos lo que intenta es rechazarlas devolver los pelotones de la savia coagulada”. Este timbre, esta voz que al lenguaje extrae tonalidades asignificantes, expone así materia viva a la que urge ya forma ninguna. Liberada en cuanto exenta de sentido, hay aquí entonces una libertad de la materia, es decir, “un ‘hablar’-cuerpo que no se organiza” (Nancy, Corpus), y que de este modo atiborra de placeres su textura. Ocurre en la materia viva de este texto un discurso del cuerpo, un momento en el que el cuerpo sigue ya el discurrir su propio pensamiento, que es, de acuerdo a Barthes, el momento en que los textos se rellenan de placer.
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Convoca grasa en este lance un cuerpo que se excreta. Como palabra, “grasa” es aquella secreción del tejido conjuntivo, esto es, un cierto exceso, un desborde corporal, y a fin de cuentas, excreción pura. Al tejido, entonces, al texto mismo lo conjuga un arrojo de rebalse, un empuje supurante de forjar algún despojo, brío que con intensidad se palpa en la lectura: es, insisto, la porfía de un irse a pérdida en la acechanza de su chorreo el que rezuma el placer de la lectura misma. “Juego, pérdida, desperdicio y placer, es decir, erotismo”, señala Sarduy. Y ahora sí, me temo, ya pisamos barrizales del barroco. grasa, en su repique reitera un “no he llegado”, inclusive un “no he podido ni siquiera imaginar asesinarte”, que refleja nódulos de “puro deseo”, el envite de racha deseante que no logra alcanzar su objeto. No por eso, sin embargo, hay achaque. En grasa el erotismo se propone lúdico, parodia de función reproductora, transgresión de lo útil: tal como sucede el desperdicio del mensaje, rozaga su erotismo un juego que derrocha nada más que en busca de placer (Sarduy).
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Me ha interesado relevar esta puesta en escena de grasa, del cuerpo desnudo en toda su arealidad, que no esconde las cicatrices, irregularidades, tedios ni excreciones que lo conforman, y que deambula, “cuneteando la trinchera”, por espacios de ese otro cuerpo citadino: “zapadores con independencia”, “esquina monasterio”, “rayados y vestigio de cuneta y murallones”. Si es posible sacudir un poco más la palabra, podríamos decir que hay en el libro un perderse en la ciudad, o entre sus ruinas, un arrojo al extravío por sus calles en que el cuerpo mismo pierde el hilo y, de este modo, traza, con materia residual, el recorrido irreductible de su errancia.
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A riesgo de caer en desmesuras, me permito una digresión: hay en el merodeo corporal de grasa, algo que huele al De Rokha de Escritura de Raimundo Contreras. Más allá de su apariencia semejante, que prescinde puntuaciones quizá en busca de premura, y que desperdiga su vagancia por fragmentos inconclusos, creo ver en ambos textos un habla que convoca voces postergadas, un cierto errar exuberante, sea en lo rural o citadino, colindante con grotesca exhibición que no reprime áreas del paisaje ni recodos capilares. Una cosa me parece más segura: ambos, puro áspero zumbido, se propagan como enjambres de ficción.
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Por último, ya en plena desmesura, quisiera confesar que a mí, en grasa, me gusta oír un eco de sacra y, por consiguiente, de sacrificio, lo que se confunde con los cacareos anteriores: la grasa, aquel excedente, se sacrifica como potlatch, y así, adquiere su mayor valor en cuanto más derrocha, en cuanto más zozobra. La escena final del libro es expresiva. En ella se observa el desmoronamiento de una casa: “canté a carcajadas la casa que iba cayendo”, se nos dice. Hay en grasa, pues, una rumba en el derrumbe. Lo que radicaliza su belleza y su política es justamente eso: el atestiguar una catástrofe ruidosa a otros ojos invisible, y hacer del cuerpo, a la vez que un testigo, la voz misma narradora del derrumbe: “canté de siluetas y piedras tratando de darle con ellas presencia interior a mis ruinas”. grasa es, finalmente, en tiempos en que el cuerpo ha perdido ya del todo su lugar, la radical posibilidad de carcajear como un sacudimiento iluminado de ese cuerpo ante la ruina irrefrenable de la piedra y de la carne. El fervor de su escritura ya no sólo acaba chapoteando en el lodo del estuario, antes bien, hunde su arrebato entre espesores de los barros y los barrios de la piel: lo craso, digamos, lo grasoso.
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Santiago, 29 de enero de 2009

Sobre una performance de Paula Ilabaca

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Estado de sitio/ estado de excepción:
a partir de una performance de Paula Ilabaca (1)
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por Felipe Becerra Calderón
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En Estado de sitio, performance literaria de Paula Ilabaca, lo performativo se despliega ya desde su título. Con él se bautiza la acción, a la vez que se instituye un espacio en que se suspende la normalización de los cuerpos: la fuerza ilocutiva del título actúa declarativamente al instaurar la excepcionalidad del escenario. Un estado de sitio, un estado de excepción, en el que se establece un umbral de indiferencia entre la situación normalizada y su reverso, entre la vigencia de la norma y un estado en que la excepción se convierte en regla. Es en ese erial intermedio, en esa declarada suspensión de la norma, donde Ilabaca ejecuta su estrategia performática de resistencia al régimen de espacialización política del género.
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Lejos de un logocentrismo en que se representara sin más el contenido, Estado de sitio constituye la realización performativa de La perla suelta, libro de la propia autora que se mantiene inédito. Es decir, su acontecimiento no se supedita a la palabra escrita, sino que mediante un texto multimedial -de códigos verbales (poesía enunciada), auditivos (música, sonidos), visuales (escenografía, video) y gestuales (danza, desplazamientos, vestimenta)- tiende ligamentos semióticos hacia la escritura de La perla suelta, que viabilizan el mutuo agenciamiento entre escritura y performance. La intervención de la escritura aparece, entonces, como un significativo filamento que se trenza con otros para componer la retícula multimedial de Estado de sitio.
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Toda norma presupone la potencial situación en que ella misma no tenga validez: su excepción, ese intersticio donde el acto normalmente sancionable ya no es factible de ser sancionado. Declarar un estado de sitio equivale, entonces, a fundar un espacio-tiempo en el que la normalidad se sustraiga para abrir paso a un continuum de excepciones. La performance de Ilabaca se inicia con la actualización de aquella excepcionalidad. Se declara el estado de sitio y es su propio cuerpo el que sincrónicamente responde a la situación instaurada: desde el inicio, ostenta la indiferenciación sexual que desmantela el restrictivo aparato de género.
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Mujer intermedia: cuerpo que en su amalgama se sustrae y suspende la regulación normativa. En efecto, es su forma intermediaria -la mujer masculina- la que rebalsa la coherencia del sistema sexo/género. Pero su desborde queda libre de sanción, pues acontece en el erial de la norma ya suspendida: todo aquí es excepción, irregularidad, como el celoso engominado de su pelo o la tosca sucesión de sus pisadas al bajar por la escalera.
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Es “allá arriba” el emplazamiento inicial. El cuerpo mixto de Ilabaca desajusta en su ironía la polaridad heterosexuada: su femineidad intermedia enrarece la lectura dialógica en cuanto impide una interacción perfectamente heterosexual entre ella y su “contraparte” masculina (Nicolás Ceroni). Si el mirar hacia arriba no es mirar un lugar ideal, sino producirlo, y si en ese lugar ideal se acuña el anhelo proyectado hacia lo por aparecer (2), al ubicarse a esa altura el diálogo intensifica su ironía. Obligándolo a mirar hacia arriba, la idealidad heterosexual proyectada por el público desencaja respecto de lo acontecido en la performance: el masculino frente a un femenino que performa otra (seudo)masculinidad.
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Lo leído, si no coincide, conspira con ese descalce. Hay en la escritura de La perla suelta un forcejeo bipolar que se reparte sobre el territorio de la cama. “En un territorio básico, en una cama, en un colchón naranjo” (3): desde la primera articulación de la voz, se intrincan domus y palabra, es decir, se traslapa sobre el espacio doméstico de la habitación y de la cama una refriega por arrogarse el poder. Así, la cama, “[r]epleta de oraciones”, trasunta el territorio básico del discurso, objeto de deseo: precisamente, “aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, El orden 12).
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“El amo y el eunuco, que son lo mismo”, regulan exhaustivamente el acontecer doméstico de la cama-discurso: racionan la sexualidad femenina a la vez que prohíben su definición autónoma. Es decir, hay una retención masculina del uso de la palabra que haría posible la definición autónoma del cuerpo y la sexualidad femenina, además de una regulación, en forma de racionamiento, de la misma práctica sexual. “Y el eunuco lo sabía y calló, con el falo encogido, como siempre”: restricción de la voz y racionamiento del sexo, ejes de la operación reguladora de poder sobre el discurso devenido colchón.
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“Con una bacteria alojada en la garganta, sin hablar, sin poder decir, sin poder: desamparada”. El despojo de su posibilidad de autodeterminarse, discursiva y prácticamente, arrastra al cuerpo femenino a una mudez somatizada como infección: su organismo se ennegrece, “con todo dentro suyo”. Confinado a una carestía del placer, el deseo errante del cuerpo desemboca en bacterias. La corrosión metaforiza, así, una patologización del cuerpo femenino que excede el régimen normativo de los límites de la legitimidad sexual. De ahí la reiteración de estigmas que funcionan como interpelación de aquella sexualidad patologizada: la perla, la suelta de cuerpo, la yegua, la rota.
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Hay, sin embargo, “trampas para él”, tretas del cuerpo débil que viabilizan una reapropiación de la apelación humillante. “Entonces se hizo léxico” equivale a “entonces se hizo [del] léxico”. El cuerpo abyecto trama una inversión significante a través y en contra de los discursos que lo repudiaron. En efecto, este cuerpo femenino “adopt[a] un nombre: la suelta. Y tiene una homóloga, que es ella misma, que es otra […]: la perla”. Adopción de los insultos que revierte su estatuto excluyente para resignificarlos social y políticamente como sitio de resistencia. “Críptica. Críptica. Críptica”: la perla/suelta rearticula la obligación de pliegue como resquicio en donde se “aprovecha[] la debilidad de la norma” (Butler 333).
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En Estado de sitio, el avance del apoderamiento de dimensiones que bloqueaba la disciplina y regulación masculinas alcanza nuevos límites. Si en la escritura de La perla suelta era resignificada la palabra estigmatizante como autodenominación contestataria y productiva para reclamar su propia identidad, el acto performativo de Estado de sitio desconcierta el régimen de espacialización política del género. La visualidad masculinizada de la corporalidad de Ilabaca se condice con su apropiación del discurso en el espacio público. El pelo varonilmente engominado, la rigidez de los desplazamientos, la mirada impersonal: el confinamiento de la mujer al dispositivo doméstico como regulador de la visibilidad, como “velo destinado a controlar la presencia activa y sexual de las mujeres en el espacio público” (Preciado web), es revertido en el gesto político y performático de reproducir ciertos signos visibles propios de la representación de la masculinidad.
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Esta práctica del género como aparato iconográfico, como producción y recepción de signos visibles, se conjuga con la proyección del video sobre la pantalla de la sala. La cinematografía, junto a la ambientación que sugiere un dormitorio, contribuye con la declaración de la excepcionalidad del contexto: su visualidad inocula en el espacio público la domesticidad de lo privado. Se instaura así un umbral de indiferencia entre el espacio interior y exterior, es decir, un estado de sitio/ excepción en el que la suspensión de la norma posibilita el gesto subversivo de la mujer hablando y representándose en el mismo espacio público de la Biblioteca Nacional. Más subversivo aun, si se atiende a que la biblioteca constituye la heterotopía (4) del tiempo y el saber acumulado, lugar por tanto reservado celosamente como instancia de poder y de acción masculinos.
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La publicitación de lo privado y la apropiación femenina del uso del habla en público concretan la trasgresión de la división sexopolítica de los espacios. Asimismo, la intervención de la danza (Andrea Navea) mediante la significación intensiva de sus torsiones y gestualidades parece des-plegar provocativamente la materialidad semidesnuda del cuerpo femenino en el espacio público. La manipulación del foco halógeno durante la torcedura de su complexión impugna la organización de la mirada en estos espacios: el hombre en posición de autoridad, el cuerpo abyecto en situación de objeto escopofílico. La maniobra autónoma del halógeno, entonces, para enfocar/ focalizar la luz sobre su propio cuerpo femenino es el gesto subversivo de producir un exceso de su visibilidad en el escenario público.
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De igual modo, Paula Ilabaca, en el pliegue y despliegue de sus piernas sobre el sillón, en su soltura de cuerpo, performa el principio de extensión que se atribuye a lo masculino. Es todo su repertorio de performatividad teatral de la masculinidad el que inscribe en la biblioteca una experimentación del cuerpo que desnaturaliza el sistema sexo/ género. La femineidad como obligación de pliegue -pierna cruzada- tiene al mismo tiempo su correlato en los papeles arrugados que son des-plegados para leer su escritura públicamente. La letra femenina se halla desparramada como basura sobre el piso de la sala y es, precisamente, la operación de su apertura, de su despliegue femenino, el que transforma el deshecho en práctica significante.
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Útiles ineludibles son los aparatos de ortopedia. Muleta y cuello se corporalizan desde el inicio de la acción: la biblioteca como máquina industrial de saber, el cuerpo como aparato mecánico y la prótesis como “desarrollo de un órgano vivo con la ayuda de un suplemento tecnológico” (Preciado, Manifiesto 132). Muleta y cuello ortopédico funcionan en el tejido multimedial de Estado de sitio como metáfora del sexo y del género considerados “como formas de incorporación prostética que se hacen pasar por naturales, pero que, pese a su resistencia anatómico-política, están sujetos a procesos constantes de transformación y de cambio” (Preciado, Manifiesto 134). Mecanismo de producción sexo-protético, en cuanto no se da sino en la materialidad de los cuerpos, que confiere a los géneros su carácter real-sexual-natural. Así, el despojo de muleta y cuello simboliza performativamente que los aparatos desmembrados de las prácticas de poder masculinas, en su descontextualización, representan la posibilidad de desplazarse más allá del binario hegemónico y naturalizado de lo masculino/ femenino. De igual manera, la técnica cosmética en el rostro y cabello de Ilabaca amalgama signos visuales -maquillaje femenino, engominado masculino- que en su inmediata yuxtaposición problematizan las operaciones reguladoras del género.
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Por último, la tonsura clausurante de la coronilla. El motivo luminoso de la lámpara y la tela de la sala a oscuras, la figura-letra blanquecina del asomo cutáneo y el soporte-página negra de la cabellera engominada: “Ni negro sobre blanco, ni blanco sobre negro. No hay soporte. No hay figuras. Positivo y negativo, yin y yang, noche y día se evocan y sustentan” (Sarduy, “La noche escribe” 19). El pelón diurno sobre la noche pilosa, la estrella halógena sobre la galaxia negra: montón de pelo, mechón como orgánico residuo que se incorpora -en reversa- a la piel de lo inorgánico: la biblioteca pública. Reciprocidad de prótesis: la máquina ortopédica que interviene el órgano vivo y el vivo mechón que se injerta -como marcación de una presencia- en la máquina heterotópica: mutuo agenciamiento que articula el interfaz donde natural y artificial se tocan. Hay aquí contrastes del barroco que murmuran su etimología originaria: “la imagen nudosa de la gran perla irregular” (Sarduy, “Barroco” 1199).
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Por otro lado, el corte de Ilabaca implica la realización de un découpage autónomo. El cuerpo femenino en el espacio público es contemplado por la mirada masculina como un “espacio articulado que, como tal, puede descomponerse en sus distintos elementos parciales, para luego recombinarlos a voluntad con completa independencia de los sujetos personales que los soportan o manifiestan” (Gil Calvo 28), con el fin de que así, como unidad sexual separada del resto, cada región corporal adquiera todo el potencial valor erótico ante el ojo voyeur masculino. De este modo, como señala Gil Calvo, estos son “cortes que, al valorar eróticamente las partículas unitarias así recortadas, expropian a la persona portadora de su posesión corporal” (Gil Calvo 28). Si esto es así, en Estado de sitio la tonsura acusa y subvierte la mirada masculina que, tal como el lente en la pornografía, ejecuta sexualizantes cortes sobre el cuerpo femenino, en cuanto es éste mismo cuerpo abyecto el que en la publicidad de la Biblioteca toma las tijeras y realiza el corte sobre su propio límite.
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Corte de pelo que es a la vez corte de joya o perlado collar. Pues hay en Estado de sitio esta perla que instaura la excepción a la norma para soltarse, para descolgarse del collar que la emboza y en su rodaje inscribir la redefinición política y la disolución de los límites entre masculino/ femenino y público/ privado. En su irregularización de los contornos fijos, el engarce escritura-performance de Estado de sitio practica, en definitiva, el desmontaje crítico de los espacios de producción y almacenamiento de los saberes que regulan los cuerpos según lógicas normativas masculinizantes y heterosexuadas.
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Notas
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(1) La performance se ejecutó en la Sala Ercilla de la Biblioteca Nacional el 27 de junio de 2008, en el marco del ciclo de lecturas e intervenciones Autores de noche. Procesos escriturales en vivo.
(2) “Gesto originario de la humanidad éste de mirar hacia arriba, el de su desfondamiento empinándose su subjetividad anhelante de totalidad desde los fragmentos densos de temporalidad, grávidos y grabados de historia, hacia lo por aparecer” (Rojas).
(3) Las citas de La perla suelta se remitirán, por supuesto, sólo a lo leído en la performance.
(4) Según Foucault, lugar en el que “todos los demás emplazamientos reales que es posible encontrar en el interior de una cultura, están a la vez representados, impugnados e invertidos, son una especie de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque, sin embargo, sean efectivamente localizables” (“Espacios diferentes” 435). La heterotopía, entonces, incluye todos los demás espacios de una cultura para deformarlos hasta su anulación. Algunos ejemplos que entrega el filósofo francés para cada principio que caracteriza la heterotopía son el del cementerio, el jardín, el teatro, el cine, las clínicas siquiátricas, museos, bibliotecas, el navío, entre otros.
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Bibliografía
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Butler, Judith. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós, 2002.
Foucault, Michel. El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets, 1992.
--- “Espacios diferentes”. Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales. Volumen III. Barceloa: Paidós, 1999. 431-441
Gil Calvo, Enrique. “La mirada masculina”. Mercado de deseos. Una introducción a los géneros del sexo. Ed. Flavia Puppo. Buenos Aires: La marca, 1998. 27-30
Preciado, Beatriz. “Gigantas/ Casas/ Ciudades. Apuntes para una topografía política del género y de la raza”. http://www.hartza.com/preciado4.pdf
--- Manifiesto contra-sexual. Madrid: Ópera Prima, 2002.
Rojas, Sergio. “Mirar hacia arriba”. Santiago: Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura, Arcis, 1996.
Sarduy, Severo. “Barroco”. Obra Completa. v. II. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1999. 1195-1261
--- “La noche escribe”. Obra Completa. v. I. Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1999. 19-20

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